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Ssociólogos: La criminalización de la protesta tiene como objetivo protegerse del pueblo

El pasado 29 de noviembre el Consejo de Ministros aprobó “el nuevo texto normativo del anteproyecto de Ley para la Protección de la Seguridad Ciudadana”, elaborado por el Ministerio del Interior, con Jorge Fernández Díaz como titular. Y hace escasos días conocíamos las novedades introducidas por la Comisión de Interior del Congreso de Diputados, con los votos favorables de PP, CiU i PNV, en la Ley de Seguridad Privada. Nuevas competencias para los vigilantes privados –hasta ahora exclusivas de los diferentes cuerpos de Policía del Estado-, tales como la identificación y detención de persones en la vía pública. Estas modificaciones suponen un paso más allá en la mercantilización del espacio público y, además, abren la puerta al ejercicio arbitrario de los futuros vigilantes “pseudoagentes”, al servicio de intereses económicos. Volviendo a la reforma de la ley de seguridad ciudadana, Interior la justifica apelando a una demanda social. Y entre las razones para impulsarla destacan la “necesidad”, la “conveniencia” y la “oportunidad”. A nadie se le escapa que en el actual contexto de conflictividad social, quiénes ostentan el poder y lo ven peligrar, perciben como necesario protegerse legalmente de las clases populares (a través de una ley “hecha a medida” para lograr tal propósito, gracias a la mayoría absoluta del PP). Según el magistrado y profesor asociado de la URV, Carlos Hugo Preciado Domènech, “no existe una demanda social de actualizar el régimen sancionador en materia de seguridad ciudadana”, sino que en realidad a su entender  “la ley restringe más allá de lo razonable el ejercicio de derechos fundamentales, en particular los derechos de reunión y manifestación, la libertad de expresión, el derecho de huelga, […]”. Se trata pues, en su opinión, de “un proyecto represivo […], con objeto de evitar todo conato de oposición ciudadana libre y pública a las políticas austericidas que azotan a las clases sociales más desfavorecidas”.

rueda-de-prensa-del-consejo-de-ministros-moncloa-29-11-2013Para la investigadora en movimientos sociales y activista, Esther Vivas, “[…] la estrategia para criminalizar la protesta, reprimirla y hacerla callar, no les está saliendo del todo bien. La represión puede tener dos efectos contrapuestos. Puede servir para atemorizar y espantar a la población, tal y como pretende, o puede comportar aún más la pérdida de legitimidad del poder establecido. Y, de momento, está sucediendo esto último”.

Es más, tal como señala Vivas, la actual crisis económica ha despertado el sentido crítico de muchas personas, alterando nuestro imaginario colectivo. El lema “¡Sí, se puede!” esgrimido por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), lo ilustra a la perfección. Al mismo tiempo, la irrupción del 15M y los Indignados ha contribuido decididamente a crear “un discurso contrahegemónico al discurso oficial”, parafraseando a Vivas. En éste sentido y no es de extrañar, el anteproyecto pone especial énfasis en perseguir “la aparición de nuevas conductas violentas y antisociales” en Internet, pues la Red se ha convertido en un auténtico contrapunto alternativo al pensamiento único. Las redes sociales suponen una herramienta para hacer activismo político, estimular la participación directa y ser el altavoz de aquellos que no tienen voz (desde ciudadanos anónimos hasta medios de contra-información).

Cronológicamente, la “conveniencia” de reformular esta ley empezó a raíz del 25S Rodea el Congreso  (acción convocada por la Coordinadora 25S y la Plataforma ¡En Pie!), en Setiembre de 2012, pasando por los escraches (que ponían, supuestamente, en peligro la “confortabilidad” de las vidas burguesas de nuestros representantes políticos) y, ha culminado con la huelga del servicio de limpieza del Ayuntamiento de Madrid, el pasado mes. Las reacciones post-25S no se hicieron esperar. La propia delegada del gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes, alertó de la necesidad de “modular” el derecho a reunirse, puesto que, según ella, la actual ley es “muy permisiva y amplia” en esta materia. Por su parte, el presidente del grupo popular en el Parlamento Europeo, Jaime Mayor Oreja,  declaró con vehemencia que es un “disparate” televisar “los problemas de orden público” porque incitan a la manifestación. Aquí habría que precisar, en primer lugar, que es equívoco encasillar como disturbios el derecho pacífico a manifestarse, haciendo de la anécdota –en el supuesto de la existencia de actos violentos aislados, algunos de ellos provocados por la propia policía infiltrada de paisano, tal como se ha demostrado y denunciado en alguna ocasión- el todo. Y, en segundo lugar, no se nos escapa que la advertencia del Sr. Mayor Oreja promueve la censura periodística, limitando la libertad de expresión (algo más propio de un régimen totalitario que no de una democracia consolidada). En cambio, como ministro del Interior durante la primera legislatura del ejecutivo Aznar (1996-2001), Mayor Oreja sí que confiaba en los medios de comunicación audiovisuales en su papel de testigos y actores, a la hora de retransmitir en directo las sucesivas concentraciones de repulsa contra el terrorismo. Seguramente, el episodio mediático más sonado que ha pasado a formar parte del imaginario colectivo español se produjo a raíz de la manifestación multitudinaria en el País Vasco para pedir la liberación del regidor de Ermua, Miguel Ángel Blanco, secuestrado por ETA y asesinado días  más tarde el julio de 1997.

Cabe señalar que incluso en democracia el poder político-mediático tiende a diferenciar dos tipos de manifestaciones sociales: a) aquellas que disfrutan del beneplácito de las autoridades porque ellas mismas  asisten y se muestran favorables a las entidades convocantes.  Y, b) aquellas protestas calificadas de anti-sistema que cuestionan el status quo y, por consiguiente, en la lógica del poder, requieren de una criminalización política y policial. Un buen ejemplo, lo encontramos en el desprecio expresado por el gobierno hacia movimientos sociales, como por ejemplo el de los Indignados. En el primer caso, se produce una anti-crisis de opinión, en el sentido, que hay una unanimidad en el discurso de los manifestantes y sus mandatarios. Una consonancia o sintonía reforzada por el papel de intermediario de los medios de comunicación. En este sentido, tanto Mayor Oreja como Cifuentes interpretan las protestas sociales –sobretodo, aquellas que cuestionan el poder- en clave de seguridad ciudadana, haciendo prevalecer el derecho del resto de la población que no se manifiesta a poder circular con tranquilidad sin “incidentes” ni “disturbios”. Pero, como muy bien escribe el catedrático de Derecho Constitucional, Marc Carrillo, (“El derecho de manifestación”, El País, 6.10.2012), “[…] la preservación del orden público no puede ser argumento de prohibición, cuando en una manifestación, como recuerda el profesor Torres Muro, vayan a expresarse ideas que puedan contradecir el orden público formal, porque entonces estaríamos negando a los disidentes la posibilidad de manifestarse en contra de las bases de la concepción del mundo dominante”.

Observamos perplejos como la mayoría de manifestaciones favorables al discurso gubernamental se desarrollan en un clima festivo y cívico, con menos presencia policial y ausencia de heridos. En Cataluña, el exconsejero de Interior, Felip Puig, comparte los argumentos de su homólogo español, el ministro Jorge Fernández Díaz. “No he ido a desalojar, sino a prevenir y limpiar”, decía Puig en 2011 para justificar su gestión en relación a los acampados en la plaza Cataluña. A su entender, la decisión de actuar policialmente era fundamentada a  razón de garantizar la salubridad en aquel espacio y, al mismo tiempo, evitar más disturbios coincidiendo con la celebración azulgrana de la final de Champions en la mítica fuente de Canaletes. Meses más tarde, la instalación en medio de la plaza de una pista de hielo de pago no supuso ningún “dolor de cabeza” a las autoridades. Más bien al contrario, cuando se trata de hacer negocio, la libertad para emprender es estimulada y protegida desde el consistorio barcelonés. Los espacios públicos como espacios de protesta se reprimen, mientras “se da alas” a su privatización. Para el antropólogo y profesor en la UB, Manuel Delgado, “[…] Queda así desenmascarado qué es o qué querrían que fuera aquello que dicen espacio público en una ciudad capitalista: una burbuja desconflictivizada, rigurosamente vigilada, protegida de la vida real y al servicio de la alienación y el consumo. La imagen que ofrece el centro de la Plaza Cataluña es, hoy, una elocuente imagen de este modelo de espacio público: una pista lisa y sin obstáculos por dónde, previo pago, estúpidamente feliz, sin sustos ni azares, una amable muchedumbre de bobos desliza tranquila y confiada bajo la atenta vigilancia de guardas de seguridad privada”.  Delgado percibe las plazas de una ciudad como un ágora de encuentro con otros para hacer de ellas “un escenario de fiesta o de lucha”.  La ciudad no deja de ser un espacio para el conflicto. El antropólogo francés, Marc Augé, acuñó el término “no-lugar” para referirse a aquellos espacios de transitoriedad (“de no derechos”) propios de una sociedad líquida –siguiendo al sociólogo Zygmunt Bauman-, de comunicación más artificial). Desde mi punto de vista, la crisis económica, política y cultural que estamos padeciendo abre la puerta a la ocupación de estos “no-lugares” y dotarlos de identidad colectiva.

La mejor herramienta que tienen las autoridades para desacreditar las reivindicaciones de los movimientos sociales es la presencia de acciones violentas en la vía pública. Se trata de una técnica de distracción para no abordar el tema de fondo: la problemática social que explica el gran malestar y la desafección de la ciudadanía con sus representantes políticos. A menudo se nos olvida que en nuestra sociedad conviven otras formas más subliminales de violencia. No podemos obviar que la violencia estructural o simbólica (condiciones laborales precarias, procesos de desahucios, situaciones de exclusión social o el mismo clasismo) es la causa de reacciones airadas y virulentas, fuertemente reprimidas por el orden establecido. En otras palabras, para Teresa Forcades la noción de “terrorismo de Estado” aplicada a los “estados capitalistas neoliberales” no es “una metáfora”. Por eso, las campañas de desobediencia civil tienen como objetivo cuestionar las injusticias provocadas por el marco legal imperante. En relación con esto, habría que matizar que no todas las normas legales son justas. Por lo tanto, en circunstancias de extrema necesidad, la vulneración de estas no sólo es algo comprensible, sino totalmente legítimo. Por ejemplo, el caso de los asaltos a supermercados, en Andalucía protagonizados por el SAT (Sindicato Andaluz de Trabajadores) durante el verano de 2012, han servido para testimoniar y denunciar esta violencia estructural, agravada por la actual crisis económica. Citando, nuevamente, a Esther Vivas, ésta y otras acciones de desobediencia civil (algunas de ellas, “masivas”, como el 15M), “[…] aunque han padecido la criminalización ejercida desde el poder; han sabido conectar con el malestar de la gente, con la opinión pública, la cual ha entendido que ante Leyes y políticas injustas no queda otra opción que desobedecer”. Otro ejemplo práctico del poder que supone la acción colectiva lo encontramos en la lucha de la PAH (Plataforma de Afectados por la Hipoteca). La iniciativa del anteproyecto de ley de seguridad privada nace también ante el temor que representan los escraches.

En relación con el activismo del llamado escrache, sobre el que tanto se  ha hablado durante este año, urge contextualizarlo. La PAH (plataforma cívica, pacífica y solidaria) nace en 2009 de la sociedad civil (los afectados por desahucios y otras personas solidarias con esta causa injusta) para reivindicar el derecho social constitucional de una vivienda digna y denunciar los abusos. El 2006, pero, ya aparecieron las primeras movilizaciones en defensa del Derecho a la vivienda (arte. 47 de la Constitución). La PAH se ha convertido en un movimiento social que va más allá de la defensa de unos intereses particulares. Defiende un bien común y, a la vez, aparece como respuesta a la incapacidad institucional/gubernamental para solucionar la problemática (exclusiva del caso español). Los miembros de la Plataforma, durante estos años, han hecho emerger y han dado visibilidad a ese conflicto surgido “entre legalidad y legitimidad”. Además, han trabajado para ofrecer alternativas, a diferencia de la Administración (co-responsable con las entidades bancarias a la hora de facilitar el acceso a las hipotecas), como por ejemplo la opción de “dación en pago” (quedarse sin casa, pero dejar de pagar la deuda con el banco) o la opción de un “alquiler social” para el afectado (pisos propiedad de los bancos y cajas, paradójicamente, “rescatados” con dinero público). Ada Colau, la cara más visible del movimiento, sostiene que las hipotecas eran políticas de Estado. Es decir, los diferentes gobiernos recomendaban la compra (facilidades fiscales) en detrimento del alquiler (que era muy caro). La PAH también ha trabajado para canalizar el malestar de los afectados y, evitar así, la ira y la violencia, por medio del asesoramiento psicológico y legal. Lamentablemente, como todos sabemos, el desenlace de algunos casos ha acabado en tragedia (los suicidios). Colau parte de un “análisis sociológico” (sociología “crítica”, del “control y la desviación”) a la hora de interpretar los suicidios. La gente que se ha quitado la vida son “víctimas” del sistema económico especulativo. En este contexto de crisis económica generalizada, urge hablar abiertamente del concepto de “violencia estructural”. Es la violencia ejercida por los poderes económico, político, cultural que limitan nuestras libertades, fruto de la injusticia de determinadas leyes. Por ejemplo, la aplicación de la reforma laboral deja sin trabajo a los adultos de una familia. Sin sueldos, estos adultos no pueden afrontar sus deudas, como pagar la hipoteca… Una hipoteca que firmaron por “voluntad propia”, pero -no nos engañemos- “híper-condicionados” por las consignas de Bancos, Cajas, Gobiernos y opinadores mediáticos. A menudo, por lo tanto, la reacción hacia la violencia estructural no es otra que la violencia contra el orden establecido. Esto rompe con los planteamientos esgrimidos por las autoridades que simplifican interesadamente estos actos de “violencia gratuita”, “vandalismo”, etc. En todo caso, insisto, que la PAH, en todo momento ha intentado evitar que la gente afectada responda con violencia física como forma de protesta. Lo ha intentado evitar conduciendo la protesta por caminos plenamente democráticos, pacíficos y legales: la ILP (1,5 de recogida de firmas) y la sentencia del Tribunal Europeo. Si la Iniciativa Legislativa Popular es contemplada como una garantía de participación ciudadana prevista por los propios poderes públicos, a la hora de la verdad hay el temor que quede en “papel mojado” o se apruebe un texto muy descafeinado. Es en este contexto y después de haber agotado las vías legislativas, cuando la PAH acuerda salir adelante con una nueva campaña de presión –los escraches- hacia nuestros propios representantes políticos (aquellos que “dan la espalda” a la voluntad popular, incumpliendo constantemente su programa electoral). El poder político se afana a criminalizar la disidencia (ya estamos acostumbrados), lo cual nos hace cuestionar el grado de madurez de nuestra democracia.

El partido en el gobierno, en época del expresidente Aznar, acusaba el movimiento gallego “Nunca Máis” (que protestaba por la nefasta gestión del PP en la catástrofe ecológica del naufragio del Prestige) de “terroristas”. El recurso propagandístico de asociar todos aquellos movimientos sociales que se oponen al status quo o al ideario ideológico del Gobierno con la violencia armada de ETA es una obsesión tergiversadora de la realidad bastante recurrente. Se trata del recurso explicado por el lingüista T. Van Dijk en su Análisis Crítico del Discurso de asociar el “enemigo elegido” (p.ej. la PAH) con el “enemigo certificado” (p.ej. ETA). Muestra de ello es la siguiente portada del diario La portada del diario La Razón (12.04.2013): “La plataforma de Colau se manifiesta con proetarras en Bilbao”. La difamación está asegurada.  Muchas veces, desde el poder gubernamental, a la hora de desprestigiar la categoría “Ellos” (para referirse a los ciudadanos que se manifiestan) se utiliza un un lenguaje negativo que se nutre del repertorio de la salud mental (p.ej. “enfermizo”, “patológico”, “neurótico”, “fanático”, “lunático”, “loco”, “irracional”, “megalómano”,…). El pretexto institucional para criminalizar la disidencia ciudadana (víctima de una injusticia clamorosa) sirve como cortina de humo para no abordar la problemática de fondo. Que las formas no hagan distraernos de las causas latentes de este conflicto.

1492807Ahora bien, los llamamientos a legislar contra los derechos de manifestación y huelga no son nuevos en España. Como es sabido, las peticiones políticas a favor de iniciativas legislativas contra el derecho de huelga han aumentado y, en los últimos años, han ido cogiendo peso entre la opinión pública. El caos vivido en el aeropuerto del Prat el verano de 2006 como consecuencia de una huelga “no anunciada” de los trabajadores de tierra de la compañía Iberia, hicieron saltar todas las alarmas. En Cataluña, ciertos políticos, abogados de renombre (socios de algunos de los bufetes más prestigiosos de Barcelona, como Garrigues y Cuatrecasas) y opinadores eran del parecer de regular el ejercicio de este derecho. Especialmente, en aquellos colectivos que prestan servicios esenciales para la comunidad. Incluso, se mostraban partidarios de prohibir o autolimitar el derecho de huelga en determinadas fechas, en que los huelguistas podían ejercer la máxima presión posible. Insistían en el hecho que todos los derechos fundamentales están en pie de igualdad y todos se tienen que respetar íntegramente con el objetivo de satisfacer el interés general.

En definitiva, reclamaban una ley que garantizara el ejercicio responsable de convocar y realizar una huelga sin lesionar otros sectores sociales. Según el periodista Lluís Foix (“La sociedad hiperdemocrática”, La Vanguardia, 01.08.2006), “[…] El yo del individualismo, la libertad individual, es un absoluto, mientras el respeto de la libertad de los demás no constituye ningún freno”. O dicho de otro modo, “Pasamos de asumir el riesgo que conllevaba sublevarse contra un amo o una autoridad a socializar nuestras molestias convirtiendo en partícipes forzosos de ellas a quienes pasaban por allí”, sostenía el filósofo Oriol Izquierdo en su artículo “Fuente Ovejuna”, publicado aquel mismo día también en La Vanguardia. En mi opinión, estos planteamientos tergiversan la realidad, puesto que precisamente el individualismo y la pérdida de la conciencia de clase son los motivos de la incomprensión hacia otros colectivos de trabajadores que en coyunturas puntuales ejercen su derecho de huelga. Como decía Izquierdo, ¿Por qué, antes un objetivo de la manifestación era ganar solidaridad y ahora lo que se consigue suele ser hostilidad? Hoy en día, continúan levantándose algunas voces exigiendo una ley de protección de los derechos ciudadanos frente aquello que califican “de atropello a la sociedad por parte de una minoría que defiende sus intereses particulares”. Cada vez es más habitual, entre ciertos sectores de la ciudadanía, sobre todo a raíz de la huelga general del 29M (2012), exigir que se garantice el “derecho a trabajar” en una jornada de huelga. Y se muestran indignados en la actuación de los “piquetes informativos”, los cuales acusan de coartar su derecho al trabajo. Mientras que en ningún momento, hacen mención del papel nocivo (violencia simbólica) de los conocidos “piquetes empresariales”, que presionan los empleados, amenazándolos con el despido. Frente el derecho constitucional de huelga existe también un derecho genérico al trabajo (que, por cierto, actualmente no se cumple como hace patente la elevada tasa de paro), pero no en el sentido de tener el derecho concreto de ir a trabajar el día que los otros acuerdan parar la actividad laboral.Tenemos que recordar que el éxito del esfuerzo de los huelguistas beneficiará al conjunto de la población. Podría predicarse que la decisión de ir a trabajar en un día de huelga es el ejercicio de una libertad general. No obstante, este derecho general tiene menos valor que el derecho específicamente consagrado a la huelga en aquella jornada. ¿Hasta qué punto el miedo, la alienación o el egoísmo pueden acabar boicoteando un proceso que defiende el interés común? Y, si se trata de miedo, entonces, ¿de qué tipo de democracia hablamos? La losa del franquismo sigue pesando y el capitalismo se ha asentado, en detrimento de los ideales de la Revolución Francesa. La única reivindicación de la libertad individual frente a la decisión mayoritaria es ir a trabajar cuando la mayoría ha decidido hacer huelga. Si esto se consagrara, tal como apuntan las voces antes citadas, al mismo tiempo, también habría que consagrar que los beneficios conseguidos por los huelguistas revirtieran exclusivamente en ellos. Aun así, esto no fuera justo ni solidario. Y respondería a una justicia individual y no universal. En este contexto, ¿es factible la propuesta de huelga general indefinida que plantea Teresa Forcades (la médica y monja que se hizo famosa por su postura crítica contra el poder de las farmacéuticas en el asunto de la Gripe A, en 2009)? Lejos de descartarla para considerarla una “locura”, como alguien lo ha tildado, creo oportuno tenerla en cuenta y evaluar su viabilidad. Podría ser una solución muy digna.

A modo conclusivo, la deriva represora de los movimientos sociales -que hacen patente su legítimo malestar en la calle-, por parte del actual Gobierno -que goza de mayoría absoluta en el Parlamento-, es un hecho preocupante en un Estado social y de derecho. Ante ello sólo cabe desobedecer tal y como apuntan voces autorizadas, para evitar el retroceso en el ejercicio de nuestros derechos y libertades, máxime ante la decadencia de la oligarquía que nos gobierna. Parafraseando a Jaume Asens, miembro de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona, y Gerardo Pisarello, miembro del Observatorio DESC, “[…] Esta combinación entre represión dura y blanda no tiene otro propósito que infundir miedo y convertir a la supuesta minoría ruidosa que desafía al Gobierno en una mayoría silenciada y obediente. Es posible que sus impulsores se salgan con la suya”. Según sus palabras, el nuevo régimen sancionador (con multas cuantiosas) “puede tener un efecto desmovilizador mayor incluso que las simples detenciones” (o cargas policiales). Pero, matizan que “[…] también podría ocurrir lo contrario. Al amenazar con sanciones económicas elevadas a quienes han perdido su trabajo y su casa, a quienes ya están endeudados o se han visto condenados a una precariedad insoportable, el Gobierno juega con fuego”.

Artículo de Silvia Cabezas, columnista del Blog Ssociólogos.

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