¿Y si estoy loco? ¿Qué pasa si es cierto eso que dicen por ahí, en la calle y en la casa, de que soy lúgubre y mutante? Tal vez sea cierto. Es posible que habiten en mi decenas de seres: algunos creados por las frecuentes crisis mi propio yo, farsante e inmoral; otros instalados en mi psique por inconvenientes lecturas y escuchas tan profundas como tempranas para el Apolo imberbe que fui. Sí, afirmativo, creo que estoy loco. Bueno… ¿estoy loco, o soy un loco? Supongo que lo soy porque lo estoy, y la locura, tan irremediable como el amor o la muerte, amiga íntima de la consternación y la soledad, jamás abandonará unas estepas tan desguarnecidas como las de mi espíritu. Se siente cómoda en mí y echa raíces para brotar con violencia, conoce perfectamente el proceso y sabe a qué juega, finge ser tímida y se camufla de malos días, de vaivenes anímicos, de un ir y venir que regala magnos instantes de lucidez; pero para cuando uno empieza a sentir la amenaza, sus semillas se convirtieron ya en gruesos baobabs cuyas ramas impiden hasta los destellos de clarividencia que asomaban antaño por los días de cuarto creciente.
Sólo hay renegrido ahora. Ya nada parece poder hacerse. La adaptación social y el anhelo de felicidad son metas de aquellos pretéritos tiempos primaverales en los que precisamente nacían las ruinas. Desde hace un tiempo, todos los días son domingo por la tarde. Camino cabizbajo, enfocando siempre el empedrado por el temor de encontrar algún mirar indeseado, algún iris conocido. Duermo solo, como solo, bebo solo y hablo solo, y sólo así puedo alcanzar esas efímeras treguas que me apacigüen por minutos. Disfruto la ausencia del mundo al tiempo que busco crear un cosmos propio, mas soy incapaz de romper el cascarón. Demasiado tarde para una catarsis, ¿demasiado pronto para un adiós? Es aquí, justo en este dilema del ser que a diario embiste, cuando se percibe lo irremediable del abandono de la cordura, cuando se llega a la conclusión de que uno no es otra cosa que el resultado de sus errores. Entonces, sufrimiento y duda: resignarse, soltar por fin el plúmbeo lastre del pasado y aprender a vivir como viven aquellos hombres que en su días fueron aspirantes a dioses; o, dejar de luchar frente a frente contra mí mismo sin asumir derrota alguna, permitir que la Naturaleza haga su trabajo al sacar el revólver del segundo cajón para que una de sus hijas de plata atraviese mi sien.
Pese a lo heroico de la segunda opción, la conciencia plantea problemas. Supervivientes familiares que quizás conserven algunas facultades para el cariño. Un ateísmo casi dogmático que obliga a justipreciar la existencia humana, una intuición noctambula que parece ratificar aquello de que acaso la locura es lo más sublime de la inteligencia. Aun con todos los subterfugios imaginables para evitar un encuentro con la muerte, la idea del suicidio no pasa por ser, en este momento, algo contingente: puede que sí, puede que no. El más sutil de los retóricos compararía mi mente con una ruleta rusa. Hoy, por ejemplo, se me antoja de lo más romántico el hecho de ser libre para escribir mi punto y final, pero inmediatamente rebrota la disyuntiva, constante en cada esfera de mi pensamiento, para ser simplemente la peor de las torturas. Soy un ser dual. Me componen un conjunto de fragmentos de sensibilidades y entrañas aprehendidos, robados en tabernas, soportales y camas de matrimonio, a donde la memoria no cesa llevarme. Lo trágico y patético, reside en el cómo, pues cada decisión tomada y cada paso adelante en mi historia los recuerdo voluntarios y rebeldes; y todavía con ello, pretendiendo demostrar que el destino es un ideal democrático, la Manía ha llegado a este hombre.
Álvaro Romero Lago