Hubo una época de mi vida que leer a Isabel Allende significó solidarizarme con un país que había sufrido una terrible dictadura. A través de sus novelas supe de una manera humana, porque la ficción y la realidad muchas veces van de la mano, lo terrible que fue aquella época de la historia de Chile, en la que un solo hombre pudo con la vida de miles.
Hacía tiempo que no había vuelto a leerla, así que encontrarme con este libro en el que trata una historia completamente ficticia, sin fondo político ni reivindicaciones sociales, ha sido como respirar ensanchando los pulmones, pensando que allí, al otro lado del mar, hace ya más de veinte años que las cosas cambiaron. Ahora, como en España, casi diría yo como en todas partes, andarán luchando con sus crisis, con sus malos o menos malos gobiernos, con sus “corruptelas” y sus injusticias; pero reconforta pensar que los autores chilenos hayan vuelto a los géneros policíacos, de aventuras o románticos, porque eso significa que la vida, lo cotidiano, ha vuelto a pisar las calles de nuevo y las aguas mansas han retornado a su cauce. Leer a Isabel Allende hablando de juegos de rol me ha alegrado el corazón.
El libro en sí me ha gustado regular. Me ha ocurrido con él como con tantos otros: nos venden, con ese marketing agresivo de las editoriales grandes, una historia tan atractiva, que muy bien tendría que hacerlo la autora para no decepcionar. Para mí ha sido una novela entretenida, pero coincido con la mayoría de los lectores en que la trama policial que tanto han intentado recalcarnos, sólo es atrayente en las últimas páginas. Quizás si leyéramos el libro sin buscarla, sin saber de qué va, nos parecería un ejemplo más del estilo de la escritora, donde lo importante es la vida de los personajes, su interior, su esencia. Creo que no le ha venido muy bien a la novela el hecho de que la editorial la presente como “te sorprenderá”, “oleada de crímenes” y otras palabras clave de ese estilo que al final lo que consiguen es que nos pasemos más de medio libro esperando una acción que se nos queda flojita hasta casi el final.
Hay algo que me ha resultado muy gracioso. Tengo la manía de leer siempre los agradecimientos de los libros. No lo puedo evitar. Me encanta saber que un escritor le da las gracias a su familia por el apoyo prestado o a una vecina y amiga por aquellos cafés con los que aguantaba el tirón mientras imaginaba. Tengo la sensación de que esa parte del libro es la que me hace humana a la persona que está detrás de la novela.
Pero lo mejor es que también, a través de esas frases breves suele entreverse perfectamente en qué nivel del mundillo literario están situados los escritores. No es lo mismo escribir para una editorial modesta, porque entonces agradeces a tus amigos que leyeron el manuscrito para darte su opinión, a tus padres que se sacrificaron para que estudiaras o a tu marido que aguantó el tirón de las dudas y las tardes enfrascada en el tecleo. Pero cuando eres un grande…uf ahí cambia todo, ahí, al menos si los autores son honestos, las palabras se multiplican y el coro de ayudantes y merecedores de nombramiento se hace enorme.
Cuánto me gustaría a mí poder agradecer (si algún día vuelvo a publicar) el trabajo de mi agente literaria que me “sugirió” sobre qué tema escribir, la labor de mi investigadora (supongo que querrá decir documentalista), la del experto forense que me asesoró (por supuesto previo pago) y sobre todo y por encima de todo la inestimable ayuda de mi asistente, fundamentalmente la de mi asistente…
Ya te vale Isabel, ya te vale…
M. Carmen Orcero. Autora de A la sombra de los Tamarindos.