Para este abril de aguas mil Daniel Cambeiro nos propone un relato cálido. Cálido, pero
quizá no muy reconfortante. Que lo disfrutéis.
El dinero se lo había dado todo (o al menos, todo lo que se puede comprar) y sin embargo el reflejo en la ventanilla de aquel coche negro no le devolvía una sonrisa, ni brillo en los ojos, ni la piel limpia y tersa de un chaval que cumplía esa noche 25 años. Se enfadó consigo mismo y empañó el cristal con su aliento para no ver más aquella imagen.
Afuera ni llovía, ni la calle estaba desierta, ni había yonkis tirados en las esquinas pero como siempre que salía de casa, cuando el chófer le anunció que habían llegado, el mundo le parecía lo suficientemente hostil como para quedarse sentado en ese cómodo asiento y no salir nunca. Se llevó la mano a los bolsillos y palpó los dos fajos de billetes que había traído en metálico para esa noche, la presión en el pecho desapareció mientras se autoconvencía de lo poderoso que lo hacían ese montón de papeles verdes.
La palabra sirena brillaba con luces de neón dando la bienvenida a todo tipo de hombres en busca de algo más que una copa. Subió los dos escalones custodiados por una mole negra, a la que oyó negar el paso a unos chavales que aseguraban tener 20 años, y entró. Cada vez que venía se quedaba un minuto en la entrada y daba un repaso a cada una de las mujeres que se contoneaban por aquel antro, y siempre se preguntaba lo mismo, como se podía sentir tan frío en un lugar tan cálido. A la mayoría las conocía, ya había jugado con ellas; escogía a una, se la llevaba a una de las habitaciones y allí le enseñaba el dinero y le proponía intentar ganárselo. Ni siquiera tenía orgasmos, era algo más complejo que el placer sexual, se sentía poderoso, dejaba de ser hoja y se convertía en viento. No se sentía especialmente orgulloso al acabar pero la sensación de control y de ser deseado, aunque sólo por su cartera, podía con él.
Se acercó a la barra y pidió con nerviosismo un whisky con hielo. Mientras limpiaba el borde del vaso con un pañuelo se recreaba en la sensación de nervios y excitación previa al comienzo del juego. Antes de que posara por segunda vez el vaso en la barra unos dedos delicados pero firmes le dieron dos golpecitos en el hombro, se giró y sintió cómo el corazón le daba puñetazos en el pecho. No la conocía, tenía la piel tostada y el pelo revuelto, los ojos de un gris que quizás algún día había sido verde. Su sonrisa era forzada y se la veía cansada si uno se paraba a observarla bien, pero en los gruesos labios palpitaba el fulgor de la juventud. Era perfecta y para su asombro sintió como crecía la erección en su pantalón. No hacía falta hablar, se acabó su whisky y el ardor en el pecho le proporcionó combustible para cogerla del brazo y llevársela, ella se dejó llevar sin cambiar la expresión impersonal de su cara, parecía una preciosa marioneta.
Cerró la puerta de la habitación y se sentó en la silla que estaba al lado de la cama, ella dejó caer su ropa sin más y se quedó mirándolo, la elegancia era un privilegio al que ya había renunciado hace mucho. Se quedó mirándola sin palabras, intentando mantener la compostura, no quería darle el gusto de decirle lo perfecta que era la curva de sus pechos ni de cómo deseaba adentrarse en la hendidura de su entrepierna, no quería perder el control de la situación, no quería ser vulnerable. Sacó el fajo de billetes y observó como durante una milésima de segundo volvía el brillo en los ojos de la chica.
Cinco mil euros hechos papel. Posó el dinero en la mesa y le dijo:
Tienes una hora para hacerme algo que ninguna mujer me haya hecho jamás.
Ella ni se inmutó. Se lo quedo mirando unos segundos, vio como sentía inseguridad porque esta vez, la chica no se lanzaba a su bragueta ni le hacía la pelota, y sintió pena. Se acercó lentamente, descalza, sin hacer ruido, como un gato, se inclinó para estar a su altura, le rodeó el estómago con los brazos y apoyó la cabeza entre su hombro y su cuello, rozándole la mejilla con la nariz.
Habían pasado unos segundos y él ni siquiera había respirado, pero casi sin pensarlo, estiró sus brazos y le toco el pelo con una mano, la otra recorrió la espalda desnuda de la chica. No pudo evitar cerrar los ojos, sentía cómo se movían sus senos empujados por la respiración, el calor de los labios en el cuello, el pelo le hacía cosquillas en la barbilla. Algo húmedo recorrió su mejilla, ya no había presión, sólo calor, como se debe sentir un bebé flotando en el vientre de su madre.
Ni siquiera sabía cuánto tiempo había pasado, la chica se separó y puso su cara frente a la suya, lo besó en los labios con delicadeza y dijo:
-Se ha acabado la hora, amigo
Salió de aquella cueva de neón con la cara desencajada, estaba temblando, su abrigo de piel ya no lo abrigaba. Tenía un año más y cinco mil euros menos.
Daniel Cambeiro.