Capítulo 1º
Reconozco que cuando el viejo Daniel me llamó a las cuatro de la madrugada, con ese tono chillón que se gasta cuando está histérico, yo también me temí lo peor. Ya está, me dije. La tregua se ha roto. Vuelven los malos tiempos y esta vez el mundo sí tiene los medios y la mala leche para hacernos desaparecer del mapa.
— Vamos para ahí ahora mismo, no pierdas la calma. — se lo decía por rutina. Pedirle a Daniel que se calme es como pedírselo a un chiguagua — No toques nada, mucho menos el cadáver. Es posible que estés en la escena de un crimen, no es conveniente que la contamines. ¿Entend…? No, no. A ver… No… Dije que puede ser un crimen pero no lo… Ehm, calm… cal… cálmate… Baja la…
Ahorraré al lector la conversación de besugos que siguió al fatídico momento en que se me ocurrió pronunciar la palabra “crimen”. En resumidas cuentas: Daniel a grito pelado (todo el mundo sabe que así los teléfonos funcionan mejor) en un apartamento de una urbanización donde las paredes son de papel y los vecinos porteras cotillas, berreando palabras sueltas como “asesinato”, “muerte”, “venganza”; o las ambiguas “caza de brujas”, “conjuros” o “lo mataron porque descubrieron que era un trasgo”.
Zafarrancho de combate. Lo primero que hice fue avisar a los tortolitos para que el viejo no estuviera a solas con el fiambre y sus paranoias. Les avisé por varias razones. La primera, porque el casino que ahora se “trabajan” estaba felizmente a dos manzanas de allí, con lo que, si había suerte, llegarían con la rapidez suficiente para evitar que Daniel alertara a todo el vecindario, orinara sobre el muerto, le prendiera fuego para purificar su espíritu o cualquier otra perla salida de su cabecita maquinadora. La segunda, porque un Trasgo muerto no sería, ni de lejos, lo más impactante que esos dos habrían visto en la semana.
La tercera, es que podrían convencer a un físico de que el agua no cae hacia abajo, a un banquero de que el dinero no es importante o a cualquier curioso de que en aquel apartamento sólo había una orgía homosexual.
La cuarta y posiblemente más importante, es que salvo ellos y mi nieta, no tenía a nadie más a quién llamar.
A mi nieta no hizo falta avisarla. A los cinco minutos de colgar, mientras me arreglaba para salir a la calle, timbró ella a la puerta. No es que sea mi nieta de verdad, entiéndase. Ella pone el talento y yo la apariencia de anciana venerable y sabia que se espera uno encontrar cuando visita a una pitonisa. A ojos de todo el mundo yo soy la bruja y ella mi joven aprendiz. Puro marketing.
Mi nieta, María, podría definirse como una antisocial con severos problemas de comunicación. Supongo que es la conclusión inevitable de no necesitar que te hablen para saber lo que piensa o siente otra persona. Aunque nunca tuve demasiado claro cuánta era la información que presentía. Tal vez sea menos de lo que aparente o tal vez más, en tanto que conozca al otro mucho mejor de lo que él mismo llegue a conocerse nunca. En cualquier caso, mientras me llevaba en su Ford Fiesta de segunda mano en un trayecto que bien pudo durar veinte minutos, sólo me dirigió la palabra para decirme “hola” y “no bajes la ventanilla que está estropeada”.
Aproveché para especular rápidamente con lo que sabía acerca del tema. Al parecer, Daniel tuvo una aparición muy nítida en la que el trasgo en su apariencia humana se convulsionaba violentamente hasta recuperar su forma, digamos, más natural. Daniel y el trasgo eran buenos amigos (todo lo que un trasgo gruñón, alcohólico y pasado de rosca puede serlo con un espiritista todavía más alcohólico y pasado de rosca), con lo que tras ver tan bizarra aparición, corrió al teléfono y, al no obtener respuesta, al propio apartamento del finado donde abrió con su copia de la llave y confirmó sus temores: su amigo yacía inmóvil en el suelo de la salita. Lo siguiente fue llamarme a mí. A las cuatro. Quítale la media hora o algo menos que tardaría en llegar a pie. Eso son las tres y media, la hora en que el buen señor tuvo la alucinación, y lo que puede dar una hora bastante certera de la muerte del Trasgo.
Llegamos al apartamento sobre las cuatro y media. Sorprendentemente estaba todo en calma, sin gritos ni jaleo. Por un momento esperaba encontrar una multitud intentado quemar a los freaks y al monstruo. Una vez arriba la primera sorpresa: la puerta abierta de par en par. Entramos hasta la salita donde, por supuesto, Daniel ya había empezado la fiesta sin nosotras. Lo de no tocar se ve que le supera conceptualmente. Había desnudado el cuerpo por completo para luego tenderlo sobre el sofá. Cuando mi nieta y yo llegamos, se afanaba en sacar trajecillos arrugados del armario, comprobando con disgusto cuán distinta es la figura humana de la del ser verduzco y algo deforme de la salita: enormes brazos y diminutas piernas, así como unos pies imposibles para calzado alguno o un pescuezo desproporcionado a la cabeza. La pareja estaba en el sofá que quedaba, sentados con expresión solemne y hablando en voz baja de, me pareció, la virtudes del muerto antes de palmarla. Cuando nos vieron entrar, se levantaron ceremonialmente y nos dieron el pésame. Mi cara debía de estar a cuadros, porque en un susurro uno de ellos (nunca fui capaz de distinguirlos) me dijo:
— No había quién hiciera callar al viejo… creíamos que iba a despertar a todo el edificio. Así que se nos ocurrió que era necesario celebrar el velatorio y preparar al difunto para el funeral. Ya sabes, en un velatorio no se chilla.
Liantes. Eché un vistazo al cuerpo. No entiendo mucho de anatomía, y aún menos de anatomía no humana, pero parecía estar todo en orden, sin señales de violencia que dicen en las películas.
Tenía unas marcas en el pecho, como heridas algo recientes o mal cicatrizadas. Era difícil decirlo: la piel de ese ser era de todo menos tersa y lisa, como cuero mal curtido. Impresionaba mirarle así, acostumbrada como estaba a verle como un señorcito menudo algo gordo y alopécico, con un bigote inmenso. En ese momento entró Daniel, haciendo las veces de desconsolada viuda. Nos dio la mano llorando dramáticamente. Demasiado dramáticamente. Y luego señaló las heridas del pecho como prueba irrefutable del crimen.
— ¡Tienes que encontrar al que hizo esto! Haré que lo pague una y mil veces, en esta vida y en la otra también. ¡Haré que su alma pene setenta veces siete!
Puede que apreciara sinceramente al trasgo. No lo sé.
Mi nieta aprovechó el momento para palpar lo que no podía verse. Aunque como expresión suena mal, es lo que hizo: tocó para saber qué había detrás de la muerte.
En un momento en que Daniel se secaba las lágrimas, miré a María. Ella me devolvió la mirada y negó la cabeza una vez, con rotundidad. No necesitaba más. Era un gran alivio.
Me volví y recorrí la habitación despacio, atendiendo a cada detalle. Había restos de comida y envoltorios de pasteles en la papelera. Los sofás estaban llenos de migas. Las estanterías sin limpiar. Libros y papeles apilados de cualquier forma. Decoración impersonal, sin fotos ni recuerdos de nada. La salita de un soltero que nunca recibe visita.
Justo en ese momento reparé en una cajita de medicamentos abandonada en el fondo del revistero. La recogí como quien no quiere la cosa, como abstraída en profundas cavilaciones, aunque nadie me prestaba especial atención. Eran pastillas para el corazón. Pude comprobar que estaba caducada y casi intacta. Vaya. Tiene que ser toda una odisea para un ser sólo parcialmente humano padecer del corazón.
¿De ahí las marcas en el pecho, tal vez? ¿Un intento de marcapasos?
— Este asunto es muy serio.—dije finalmente — Los arcanos confabulan rabiosos en este punto, y la energía del cosmos parece distorsionada aquí. Puede que estemos ante un fanático, o un grupo de ellos. Tendremos que ser especialmente cautelosos y pasar desapercibidos — clavé los ojos en los de Daniel, hasta que bajó la vista al suelo, incómodo —. Investigaré en profundidad, no os quepa duda. Nos conviene a todos saber qué alcance tiene esto y si corremos algún peligro. Por ahora, enterremos al Trasgo donde no vaya a ser encontrado.
Una buena dosis de miedo no les vendría mal. Sin miedo te acomodas y bajas la guardia. Y hoy se demostró que es muy fácil delatarse. Si no fuera por el espiritista turuleta, ese ser sobrenatural se habría pudrido ahí hasta que alguien lo hubiese olido y tirado la puerta abajo. No sé como reaccionarían entonces. Puede que ya haya alguien al tanto de todo esto que lo silenciara. O puede que el ser humano volviera a creer en monstruos y brujas e hiciera lo que sabe hacer con monstruos y brujas.
Aunque todo apuntaba a que fue una muerte natural, no me quedaba tranquila. Para mí el extraño caso del Trasgo no hacía más que empezar. Si era cierto que intentara ponerse un marcapasos, ¿a quién acudió? ¿A qué doctor fue, con todos los aparatitos medidores y radiografías diseñados para detectar la más mínima anomalía que hay?
Además, en el transcurso de la noche me dí cuenta de lo frágil que era nuestra situación. Éramos seis, perdón, cinco bichos muy raros en un mundo que ya no nos aceptaba. Y por eso mismo, porque ya no podíamos ser, todavía no se nos eliminaba de la realidad. Estábamos en el vacío legal del escepticismo. Sin garantías. Sin coberturas. Sin aliados. Dejando pasar el tiempo hasta que la burbuja estallase y se nos comiesen con patatas. ¿Cuántos más habría por ahí? ¿Cuántos otros desheredados del paradigma científico y de la era de la razón? Y si había más ¿cómo puede ser tan difícil encontrarlos? Igual no era mal momento para empezar a reunirnos. Y ese supuesto doctor misterioso era un clavo ardiendo como cualquier otro.
Paula Sampayo Barros