Tiene ese brillo en los ojos, está tranquilo, confiado. Sabe que tiene el control. Saca el material del portafolios con la seguridad con la de un Sheriff que empuña su revolver. Ya está, es un examen final.
Un pedazo de papel cuyo propósito es averiguar un número del uno al diez para permitirse ellos y permitirte a ti el lujo de especular sobre cómo de listo eres y cuánto lo son los demás.
Y no me digáis que no comparáis las notas de los demás con las vuestras, es algo tan natural como mirar por el rabillo del ojo el pene de al lado en el baño de caballeros. Es algo gay ahora que lo pienso, pero vamos, normal en todo caso.
Ya hablaremos de esto en otro momento, entretanto, continúo.
Al legendario poder para acojonar de los exámenes finales se suman palabras también poderosas como «recuperaciones» o su versión más alargada y tenebrosa «convocatoria de septiembre».
Ya hemos comentado por aquí que ese mes no gana para disgustos.
¿Por qué odiar los exámenes?
Lo exámenes despiertan el sentido arácnido del estudiante, día tras día, cuanto más proxima esté la fecha del examen, más sientes en la nuca ese aliento de fatalidad que te dice: «tienes que estudiar», es como el susurro de un Dementor. No hay manera de vivir así, con esa presión. Lo arruina todo. Da igual si estás follándote a la tía más buena de todo el campus (cómo solía hacer yo en los mejores sueños de mis siestas) o si estás escribiendo lo más hermoso que nadie ha osado articular en palabras. Tienes que estudiar. Así que ponte a ello. Ése es el segundo problema.
Ahora, sí. Ahora me pongo
No, no lo harás. Vas a poner un capítulo de algo y luego inventarás una nueva necesidad vital para evitar estudiar. A lo mejor te entra hambre o ganas de cagar, quizá encuentres muy interesante el sinuoso vuelo de la mosca común. Puede que de repente cualquier conversación con tus compañeros de piso resulte más fascinante que hablar con el mismo Punset. Incluso la televisión pasa de ser una completa basura a ser algo megainteresante.
Los preliminares
O dicho de otra manera, la víspera. Un día más especial incluso que el del propio examen en el que caben dos posibilidades: Que no estudies nada porque has sido un buen estudiante y dejas la víspera sólo para el descanso mental, o la opción creíble: que tengas que estudiar como si pudieras parar el tiempo.
Ríos de café, Red Bull o metanfetaminas. Lo que se estile en tu facultad, instituto o colegio (las generaciones de ahora vienen pisando fuerte). Todo es bueno para seguir despierto intentando memorizar algunos datos más. Leer comprensivamente ha dejado de ser una opción hace horas, a duras penas sabes cómo te llamas y estarías dispuesto a sacrificar una cabra al mismisimo Satán por lograr que la maratónica sesión de estudio tenga resultados positivos.
El acto
Sacas un par de folios, escondes tus apuntes. Eres legal, no llevas chuletas ni tienes pensado levantar la vista al vecino. La suerte está echada, dependes de ti mismo para no cargar con la asignatura un año más.
Comienzan a rular las hojas bajo el típico «coge una y pasa el resto». Te encomiendas a un Dios en el que en realidad no crees recordando aquella épica frase de Homer «Jesús, Alá, Buda… os quiero a todos». Empezamos.
Ya está, tienes delante el folio/hojas del examen. Comienza la lucha, haces lo que puedes sorteando pequeños baches en forma de «Esto no lo miré» o «Esto no lo hemos dado» según tu nivel de madurez o aceptación de la realidad. En los casos más extremos a pocos minutos de haber comenzado en examen ya se van echando cuentas acerca de cuánto hay que tener bien para salir con bien del paso. Al final, entregas y sales de la habitación en silencio. Para bien o para mal, ya eres libre.
El pitillo postcoital.
No tiene nada que ver con si fumas o no pero sí tiene que ver con el sexo. El pitillo postcoital tiene lugar después del examen, es un fenómeno que surge de la confluencia entre las intrigas que deja el examen y la inseguridad del alumno medio. A la salida tú y tus compañeros os juntáis en remolino e ntercambiáis respuestas del examen. Ahí es donde, satisfecho, te das cuenta de que eres un vividor-follador de exámenes o de que te han violado y vas a suspender. El polvo ya está echado, lo que se decide es si jodes o si te han jodido. Así que, fuma.
La hora de la verdad, las notas
Después de hacer el examen y sin importar si te ha salido bien o mal, gozas de un tiempo de esperanza en la que finges no saber si vas a aprobar o a suspender. De esta manera, tu conciencia no tiene permiso para torturarte porque aún no tienes la nota. Es como el purgatorio para el estudiante y es reconfortante sólo si sabes que con lo que has hecho merecerías arder en el infernal suspenso.
Este tiempo lo termina el número mágico que califica tu aprendizaje, tu suerte, que Dios te quiere o lo que coño sea.
Y por último, si deberías estar estudiando en este momento, ¿Qué coño haces leyendo esto?
Alfonso Rois