Veintitrés. Ya son veintitrés en lo que va de año. Veintitrés corazones bajo tierra por el capricho irracional de un neurótico que se cree en poder de resolver sobre la vida y muerte de una mujer, veintitrés traumatismos más en una sociedad en estado crítico desde hace tiempo, mucho tiempo. Veintitrés sacos de llantos encerrados en la impotencia de ver cómo un ser querido se va porqué sí, sin ser él quién decide joderse la vida. Aun bajo el riesgo de tropezar con un tópico del periodismo mediocre, la mala hostia no me deja otra: me cago en la madre que parió a la violencia de género. “¿Ah, sí? Y quién es esa madre”, dirá el tonto de turno. Pues tú, yo y el mundo entero. La comunidad global de las masas, neoliberalista y de consumo. Y nuestra pasividad como observadores, que también nos convierte en responsables de segundo orden.
Y ahora viene lo típico. Los cuatros borricos en el turno de la política, ellos mismos (y ellas, ojo), elevadísimas personificaciones de la mentalidad productora, al tiempo que producto, de la catástrofe en cuestión, vienen a darnos un nuevo repaso legislativo sobre el tema, una lección de ética sobre cómo se ha de tratar al prójimo. A poner una tirita al agangrenado. Como si sus códigos decimonónicos, a diario engrosando las páginas de la historia de España con su nostalgia de cualquier tiempo pasado fue mejor, no hicieran otra cosa que dar pataditas al cadáver. “Eh, mira bien que esté bien tieso. No vaya ser que algún día se levante.”, murmuran entre ellos, riendo por lo bajo en cuanto se dan la espalda.
Saben perfectamente que no es esa la solución a un problema de tan hondas raíces como la brutalidad machista. Jamás lo será. ¿Desde cuándo una ley tiene facultad para resolver un problema moral? Como mucho, lo acrecienta; y ustedes lo saben, señores de corbata y gomina (los que a todavía tienen donde echársela), pues aunque de estúpidos tienen mucho, no lo son de manera íntegra. O al menos, conservan pequeñas lucecitas que se ponen en rojo tan pronto como los intereses de su sistema parecen poder ser amenazados. Y no hablo del capitalismo, no, que suficiente tiene ya con lo suyo; hablo del sistema patriarcal. Un modelo que viene de muy antiguo, y que encuentra sus orígenes en la fuerza, en la dominación física del macho sobre la hembra, a día de hoy vestido con relativa sutileza por la sociedad de consumo, pero con la fortaleza que la dan las victorias en innumerables batallas del pasado.
“¡Pero qué dices, hombre! Si hoy ya somos todos iguales, hombres y mujeres, blancos y negros. ¿En qué mundo vives?”, me diría el tonto del primer párrafo. Pues vivo en el mundo de la cosificación del sujeto, que ya no es sino objeto. Vivo, querido idiota, en un mundo donde los seres humanos somos pura mercancía. Por duro que parezca, tenemos un precio (¡y al parecer, somos bastante asequibles!). Sales a la calle y cartel que te crio de anoréxica estampada en la marquesina del bus, diciendo que te fijes en ella porque es así como debes de ser. Subes de vuelta a casa ya con el mosqueo, enciendes la televisión y empiezan los “depílate para él”, las canónicas presentadoras de telediarios y demás convenciones sexistas en torno a cómo debe articularse el espacio doméstico, por ejemplo. Tonto quién crea en lo ingenuo de los medios de comunicación, instrumentos de poder donde los haya.
Es aquí a dónde quería llegar, a la mujer – objeto. ¿Cuándo se te estropea el móvil, qué haces? Si no queda otra, pues lo tiras a la basura. Pues siento decirles que la violencia de género nos es más que la prolongación humana de esa mentalidad extremadamente materialista y consumista. Cuando una mujer no me sirve, no me funciona, no es tal como quiero que sea, la rompo y la tiro, en este caso, al cementerio. Lamento decírselo así mismo, de verdad; pero el contenido ante la forma, la verdad sobre el estilo, me lo exigen.
Solamente veo una válvula de escape a esto: educación. Pero no en aritmética, ni en gimnasia ni en geografía. Ya que se trata de alienar, alienemos desde el respeto al prójimo. Educación en valores, joder.
Álvaro Romero Lago