Cuando tenía ocho o nueve años hice mi primera aportación al mundo del periodismo. Fue concretamente en la revista de un humilde colegio de educación primaria, mi primera carcel. Instados por el tutor de turno, y éste a su vez por las canosas alimañas que regían el cotarro, la ingenua sensibilidad de los creativos infantes entró en comunión con el flujo narrativo del grupo de Tercero de Primaria (B). Llamaron a la obra común «As follas dos rapaces». Sí, lo sé; pero si os parece pobre el título dad gracias de no haber conocido a las cabezas pensantes, y mejor será que nunca lleguéis a conocerlas… en fin. Aún salvados de la desgracia, un servidor os pide disculpas en nombre de todo el equipo de redacción, que en paz descanse.
En “As follas dos rapaces” quedó plasmada, per saecula saeculorum, la heterogeneidad de sus inocentes víctimas. Su condición de anual, hacía de ella una mente empírica con suficiente espacio limpio para cada uno de nosotros, y si me descuido, incluso organizado. Hojas enteras para los grandes delineantes de princesas y futbolistas; renglones y renglones – torcidos – destinados a la monopolizada temática del amor materno; pequeñitos márgenes inferiores para los chistes que ni en mil años más de vida terrestre tendrían puta gracia. O sí, teniendo en cuenta el actual ambiente involucionista.
Estaba también la denominada por la como sección de los “disques”, en la cual participé activamente. Consistía tal espacio en redactar unas breves líneas sobre un acontecimiento pasado ocurrido en nuestros barrios, bajo la única premisa de que comenzara con la palabra homónima que daba título al apartado.
Pues bien, asignada mi tarea, me puse manos a la obra. Cogí una factura de unos muebles que por allí había, vi su virgen reverso, y en un inconsciente atisbo de mi supuesta vocación historiadora, compuse mi ópera prima. Toda una síntesis etnográfica gallega: Disque fai vinte anos, no Muelle Novo, apareceu unha tortuga moi, moi grande. Entonces, meu Avó, Moncho de Elvira, Juan do Toumo e outros vellos de Boavista, foron alí e devolvérona ó mar. Espero no ofender a nadie al conservar el idioma original, y moribundo, del texto; confío en que disculpen mis catástrofes ortográficas, pues a esas edades, rodeados de adultos que juegan a maestros, puede resultar complicado estar al tanto en asuntos lingüísticos de ese calibre. Eso sí, la fuente de la que se extrajo la información es cien por cien verídica.
Un par de cursos más tarde, los alumnos, sabedores de que la infernal educación secundaria esperaba a la vuelta de la esquina, andábamos muy estresados. En los recreos ni dios levantaba cabeza. Todo el día cavilando sobre un futuro que se presentaba incierto, los recreos no eran sino una tregua que la disciplina cedía a la angustia. Once años teníamos cuando nuestras libertades experimentaron la primera de la que sería una larga serie de restricciones: el dominio político de la gramática y la aritmética se apoderó de nuestros cuadernos en nombre de un saber universal, hasta el punto de vetar hasta los ínfimos garabatos en las orillas de las libretas.
Aún con todo, teníamos como profesora de lengua a una anciana que, entre otras cosas, nos explicaba el gallego cual dialecto del castellano, lengua casta y madre. Pero a veces, si nos comportábamos al dictado de los cánones, entre los que sólo faltaba cantar el Cara al sol, se enrollaba y nos permitía salir al patío con cinco minutos de antelación. No tardé en convertirla en mi favorita… mientras no me percaté de que era una estúpida integral. El cómo, si eso, otro día.
CONTINUARÁ
Álvaro Romero Lago