He estado pensando que es de saber común conocer la importancia de Roma en nuestra historia (hablo de los “occidentales”). A cualquier persona que le hables de los romanos se le viene a la cabeza una imagen mental que muchos, con toda seguridad, compartimos: un imperio poderoso que doblegó militarmente a muchos pueblos y que tuvo el dominio efectivo de amplísimos territorios en Europa, Asia y África durante muchísimo tiempo. No obstante, mucho menos sabemos de otros estados poderosos a los que tuvo que enfrentarse Roma y que de hecho llegaron a ponerla en serios aprietos), en parte porque la supervivencia de ésta última eclipsa todo lo demás, y en parte porque no quedó prácticamente nada de sus adversarios tras siglos y siglos de aculturación latina o directamente destrucción salvaje. Se salva Cartago, y con matices, puesto que, más que Cartago, lo que a todo el mundo le suena, de esa culturilla popular más de cine y novela que de colegio (y me incluyo en ello), es, por antonomasia, el gran Aníbal, y por extensión, la Segunda Guerra Púnica.
Así pues, he decidido hablaros un poco (muy poco, realmente) del poder cartaginés y de su colisión con Roma en la Primera Guerra Púnica, tema que es algo más desconocido. Porque Roma, en cierto modo, jamás habría llegado a ser lo que fue de no ser por su enfrentamiento con Cartago. Para cuando explotó su primera contienda, Roma era ya una potencia hegemónica en la península itálica, pero su extensión allende estos límites no llegó hasta que tuvo que enfrentarse a su nuevo adversario, especialmente durante el segundo asalto, aunque no hablaremos de ése hoy.
Creo que Roma no necesita presentación, por lo que hablaremos directamente de su contrincante. Cartago era una ciudad fundada por los fenicios en la costa del norte de África (en el actual Túnez), probablemente en el siglo IX a. C. Su metrópolis era la poderosa Tiro (de ahí la expresión “tirios y troyanos”, dado que los cartagineses procedían de Tiro y los romanos, según la leyenda creada ad hoc, de Troya), que como ya vimos en un número anterior, llevó a cabo una gran expansión por todo el Mediterráneo, estableciendo muchas colonias, entre ellas, recordemos, Gadir (la actual Cádiz). Los tirios no se mataron mucho con el nombre, ya que Cartago significa “ciudad nueva”, y de hecho, hay montones de Cartagos diseminadas a lo largo y ancho del Mare Nostrum, una de ellas, sin ir más lejos, Cartagena, aquí, en España (fundada por los cartagineses de África). Pero con el tiempo, esta “ciudad nueva” fue volviéndose cada vez más importante y próspera, hasta llegar a ser un estado fuerte e independiente y una potencia a tener en cuenta en el Mediterráneo.
Su expansión occidental comenzó bastante pronto. Ebusus (Ibiza), fue fundada posiblemente en el siglo VII a. C., y aunque no está claro si dicha fundación fue fenicia o cartaginesa, lo que sí es indudable es que pronto pasó a estar bajo control de la ciudad norteafricana. En el siglo VI a. C. Cartago se hizo notar en el oeste de Sicilia, obtuvo la obediencia de Gadir y, junto con los etruscos, expulsó a los foceos (Focea era una ciudad griega) de Córcega. En el primer tratado firmado entre romanos y cartagineses, éstos últimos prohibían a los primeros navegar más allá del “cabo Hermoso” (no se sabe con seguridad qué lugar puede ser actualmente) y les imponían condiciones para su comercio en Cerdeña y Libia. Los primeros problemas de los cartagineses fueron en Sicilia, ya que Siracusa (ciudad situada en el sureste de la misma) era un duro adversario, pero a pesar de una seria derrota sufrida en el 480 a. C., consiguieron mantener sus principales enclaves en el lado occidental de la isla.
Por otra parte, el segundo tratado entre Roma y Cartago, del 348 a. C., revela que Cartago había consolidado su influencia en el sur de la península ibérica. No obstante, la situación en Sicilia se agravó. Entre 310 y 306 Cartago sostuvo una dura guerra contra el tirano de Siracusa (la tiranía griega era un sistema político, del mismo modo que la dictadura romana era una magistratura, no penséis en las connotaciones actuales de la palabra) que acabó sin un vencedor claro, y entre 277 y 275 a. C. Pirro, rey de Epiro, (y uno de los grandes rivales de Roma), conquistó todas las ciudades cartaginesas en Sicilia salvo Lilibeo. Por esas fechas, Cartago y Roma firmaron un último tratado, que seguía en vigor cuando Roma cruzó el estrecho entre Italia y Sicilia y tomó la ciudad de Mesina, hecho que desencadenó la guerra.
El conflicto duró la friolera de 23 años, entre 264 y 241 a. C. Ahora bien, ¿por qué tomaron los romanos Mesina (¿por qué cruzó el pollo la carretera?)? Unos mercenarios asentados en la zona se hallaban en liza con Siracusa y pidieron ayuda a la otra potencia de la isla, esto es, Cartago, que envió una guarnición a protegerles. Pero por alguna razón, los mercenarios acabaron cambiando de idea y decidieron acogerse a Roma, a la que también pidieron socorro. El caso es que en una isla en principio muy grande se empezó a amontonar tanta gente que se acabó haciendo pequeña, y claro… se lió parda, como no podía ser de otra forma.
En Roma se comprendió bien la trascendencia de la decisión que estaba sobre la mesa. Hacía apenas diez años que se había terminado la guerra contra Pirro (antes de que éste pasase a Sicilia), y dar el apoyo que pedían los mercenarios suponía poner, por vez primera, un pie fuera de Italia y enfrentarse a una potencia temible, Cartago. Roma apostó fuerte y decidió dar el sí. Apio Claudio, el cónsul de 264, se hizo con Mesina y expulsó sin combatir a la guarnición cartaginesa que la custodiaba. Seguramente el estado cartaginés no se esperaba tal cosa de un aliado, con el que además había firmado un tratado. Tras esto, se produjo un acontecimiento decisivo: Hierón, por aquel entonces rey de Siracusa, se puso de parte de Roma, contra viento y marea, durante cincuenta años, hasta su muerte, en 214 a. C. Gracias a su ayuda y sus provisiones, los romanos pudieron sostener durante siete meses el asedio de Agrigento, en el sur de Sicilia, hasta que la ciudad capituló. Así, la posición romana en la isla se hizo mucho más sólida.
El siguiente paso era la guerra naval. La flota cartaginesa era muy potente, pero Roma consiguió derrotarla en un par de ocasiones y demostrar que podía hacerse también dueña del mar. Los romanos desembarcaron en África y amenazaron la propia Cartago, pero ésta devolvió el golpe derrotando en tierra al temible ejército romano gracias al buen mando del espartano Jantipo. Los supervivientes fueron evacuados en una flota de la cual se perdió buena parte debido a una tormenta. Todavía se perdió otra flota debido al mal tiempo, de modo que en los años siguientes Roma abandonó las batallas en el mar y volvió a Sicilia, donde consiguió tomar Panormo. A los cartagineses les quedaba poco más que Lilibeo y Drépano, pero los asedios romanos no conseguían rendirlas. Finalmente, los romanos construyeron una última flota con la que consiguieron dar el golpe de gracia a Cartago sobre las aguas. El almirante romano responsable de la victoria, Cayo Lutacio Catulo, llegó con los cartagineses a un acuerdo según el cual éstos abandonarían Sicilia y pagarían una indemnización de guerra de mil doscientos talentos (muchísima pasta) en veinte años.
Pero el pueblo de Roma no estuvo de acuerdo con el trato cerrado por el general y endureció las condiciones de la paz: dos mil trescientos talentos a pagar en diez años, y además los cartagineses deberían abandonar todas las islas situadas “entre Sicilia e Italia”. Además de esto, Cartago tuvo que enfrontar una terrible sublevación de sus mercenarios (ya que los cartagineses, a diferencia de los romanos, no tenían un ejército ciudadano), que sostuvieron contra la ciudad una guerra feroz y sin cuartel. Roma aprovechó el levantamiento de los mercenarios que Cartago tenía en Cerdeña para conquistar la isla, y ante la protesta de los cartagineses, los romanos impusieron una multa adicional de otros mil doscientos talentos más. Sanción igual de proporcionada y razonable que las que impone el PP a los manifestantes que solamente tratan de exigir pacíficamente sus derechos, vaya.
A la luz de todo esto no es de extrañar lo que sucedió después: Cartago, una ciudad poderosa que ahora se veía arruinada, herida en su orgullo, sangrada por dos terribles guerras y por una multa desorbitada y casi imposible de pagar, se lanzó con furia a una revitalización de su imperialismo, en una dimensión mayor y más agresiva, dirigido sobre todo a la península ibérica. Roma había vencido y se había lanzado a la aventura mediterránea, pero se había ganado un poderoso enemigo, que estaba sediento de venganza, y que no tardaría en alzarse de nuevo de sus cenizas, más fuerte que nunca. Cuando Roma se dio cuenta de que Cartago volvía a ser una amenaza, tuvo tanto miedo que nuevamente utilizó un pretexto (el asedio de Sagunto) para alzarse otra vez en armas contra ella, y en aquel momento comenzó la Segunda Guerra Púnica.
Reflexionar sobre estos hechos nos sirve, nuevamente, para comprobar cómo los seres humanos cambiamos tan poco en algunos aspectos que no dejamos de presenciar grandes parecidos históricos. La situación entre Cartago y Roma se me hace parecida a la que se daba entre Alemania y Francia y el resto de Europa en los siglos XIX y XX. El revanchismo francés tras la guerra franco-prusiana en 1870-1871 fomentó un clima de tensión en Europa. La humillación que sintió Alemania al tener que pagar las onerosas indemnizaciones de la Primera Guerra Mundial, la terrible crisis económica en que se vio hundida y la hostilidad que se había ganado entre los europeos llevaron al país germano a dejarse llevar por la venganza, el nacionalismo exacerbado y una agresividad que permitió la recuperación en gran medida gracias a la invasión y explotación de otros pueblos y naciones, hecho que acabó derivando inevitablemente en una guerra mucho más terrible y sangrienta que la anterior, con peores y catastróficas consecuencias y con el mismo resultado para los alemanes.
De la misma forma que Cartago se levantó y volvió a caer, no sin antes hallarse a punto de vencer a Roma, Alemania tuvo el destino de Europa en sus manos, y finalmente fue (por fortuna) derrotada. Pero sigo pensando y sigo encontrando comparaciones. Las actuaciones tanto de Cartago como de Roma no difieren de los imperialismos posteriores: grandes potencias que interfieren en asuntos ajenos con discutibles excusas, amparándose en la defensa de otros cuando en realidad sus enmascaradas intenciones son las del propio beneficio, algo que Estados Unidos y la Unión Soviética hicieron sistemáticamente a lo largo de la Guerra Fría, por ejemplo.
Nuevamente, hechos viejos, lecciones viejas, pero que nunca pasan de moda. Los estados imperialistas han sido siempre igual de sucios, falsos e hijos de puta, bien lo hayan sido hace dos mil años, hace cien, o lo estén siendo hoy en día. Someter a otros en contra de su voluntad es una mierda para los oprimidos, y además puede acabar rebotando y estallando en la cara a los opresores. Podríamos decir que el karma, en cierto modo existe, o mejor dicho, nadie está a salvo de que le llegue la hora de que le jodan. Aunque al final, unos siempre acaban más jodidos que otros. De todas formas, si sois gente de sentido común, todo esto ya lo sabéis. Me conformo, pues, con que este artículo haya servido al menos para ilustraros un poco en lo que se refiere a la Historia alternativa a Roma: la república romana, y posteriormente el imperio, fue siempre una gran potencia conquistadora, pero había otros peces grandes en el mar, y siempre resulta curioso e interesante, al menos para mí, saber de ellos, ya que, por los avatares del cambio, han quedado en un segundo plano para siempre.
Brais Louzao Recarey
Fuente: López Barja de Quiroga, P. y Lomas Salmonte, F. J., Historia de Roma, Akal, Madrid, 2004.