De un tiempo a esta parte, y a raiz de los años de crisis que nos llevan asolando hasta el momento, parece que la psicología (como disciplina científica y como capacidad no del todo definida que poseen casi todas las personas en mayor o menor medida) ha recobrado cierto grado de importancia no del todo merecida en los medios de comunicación y en el día a día de las personas. De este modo, no es difícil encontrarnos alusiones frecuentes a conceptos estudiados por la misma: depresión, ansiedad, suicidio, felicidad, éxito, creatividad, optimismo, etc.
Por supuesto, no pretendo decir que los fenómenos mencionados no requieran su pertinente análisis en aras de garantizar una descripción y explicación exhaustivas que garanticen la subsanación o la promoción de los mismos según sea el caso. El problema estriba en que, en esta era de fomento a ultranza de la competitividad, las interpretaciones que cada cual da a sus vivencias personales se ven relegadas, de forma injusta y hasta nociva, a un segundo plano en favor del discurso místico más que científico que deviene de las neurociencias como moda y de la psicología positiva como ideología.
Una vez más hay que hacer una aclaración. En este caso, se trata de que los objetos de estudio de las neurociencias y de la psicología positiva no están ni mucho menos errados. Es decir, me parece genial y hasta necesario que se intente aportar algo de luz al oscuro mundo del sistema nervioso y de la felicidad humana. La cuestión es que esto se haga vendiendo como novedad pretendidos descubrimientos que cargan en sus espaldas años de historia, demeritando en el proceso los esfuerzos de las personas que se preocuparon por definirlos en un primer momento.
Por enumerar algunos ejemplos de esto que digo, me encontré hace unos días que en una entrevista en televisión se aludía al efecto halo (fenómeno por el que las características positivas explícitas de una persona determinan el modo en que la definimos en términos psicológicos y morales o, con otras palabras, la capacidad de los guapos para que nos creamos que son gente de fiar) como uno de esos avances de las neurociencias. Que no digo que el efecto de marras no haya captado su atención, pero, antes que ellas, hay que poner en su merecido lugar a las aportaciones hechas desde el campo de la psicología social.
Otro caso es el de la entrevista al filósofo Jose Antonio Marina, presidente de la Universidad de Padres, en el periódico Público, de la que extraigo un fragmento:
“Dice usted que la revolución educativa está en el Factor E. ¿Qué es?
Es una idea de la educación que aprovecha lo que la neurociencia nos está diciendo: que en el cerebro hay muchas áreas, muchas facultades (percibir, pensar, ver, imaginar), pero que en la parte más desarrollada del cerebro (los lóbulos frontales) es donde está el director de orquesta de todas estas facultades, el llamado factor E. Se trata de la parte del cerebro que nos permite hacer planes, buscar información, gestionar las emociones, mantener la perseverancia. El factor E es la parte más sofisticada de la inteligencia porque es de la que depende el talento. Nuestro proyecto educativo es la educación del talento. Y el talento es la buena elección de metas, la búsqueda de información necesaria, la gestión adecuada de las emociones y el desarrollo de fortalezas que necesitamos para alcanzar estas metas.”
Obviando que esta es una idea que tiene unos dos siglos de historia (si no más) y que bebe de fuentes con mayor o menor carga científica, como la frenomenología de Gall, los estudios de Broca sobre el área del lenguaje, la demarcación de las diferentes áreas de la corteza cerebral por Brodmann o, por poner un caso más vistoso, el accidente de Phineas Gage… Obviando eso, lo que ha dicho este señor se resume en hacer una alusión gratuita y sobrante al cerebro para revestir su opinión de cierta respetabilidad.
Por otra parte, la existencia de diferentes actitudes mentales, así como de un factor general de inteligencia (el factor G), también se defiende desde el ámbito de la psicometría. Es el caso de autores como Thurstone o Spearman respectivamente. Todo ello sin necesidad alguna de mencionar a los lóbulos frontales (que, todo sea dicho de paso, no sé como se las arreglaría el sistema educativo para incidir sobre ellos).
Con respecto a la felicidad, que tanto preocupa en lo que se conoce como psicología positiva, además de la necesaria mención a los estudios de Ekmann sobre las expresión emociones básicas o a los de Lazarus y Folkman sobre el afrontamiento del estrés, voy a citar Skinner, padre del conductismo radical, en su novela Walden 2.
“-…Lo que sí exigimos es que el trabajo de un hombre no coarte su espíritu o amenace su felicidad. De este modo nos queda tiempo para dedicar nuestras energías al arte, la ciencia, el juego, la práctica de habilidades, la satisfacción de curiosidades, la conquista de la naturaleza, la conquista del hombre… la conquista de sí mismo, nunca la de los demás.”
Desde luego, la idea que aquí se ilustra, que no es otra que la de crear contextos que propicien la felicidad, me parece mucho más loable que la felicidad y el optimismo enlatados que nos venden los defensores de la psicología positiva.
Volviendo al inicio, ¿cuál es el papel que debe tener la psicología en la explicación de los fenómenos que atañen al común de los mortales? Si bien la mía no es más que la desechable opinión de quien tiene unos cuantos conocimientos deslabazados y poco más, creo que una posible respuesta podría ser la que sigue:
Dotar a las personas de los elementos discursivos necesarios para describir sus vivencias subjetivas, teniendo en cuenta que buena parte de los mismos se encuentran de por sí en el lenguaje cotidiano, y evitar en la medida de los posible definir realidades que le compliquen la existencia a la humanidad. O también: dar a cada cual las herramientas precisas para integrar una narrativa personal propia que tenga en cuenta los contextos en los que la misma se enmarca, relegando al cerebro a lo imprescindible y negando a la felicidad como obligación.
Toucedo