Se especula mucho también con lo del género; que si lo neutro ya no cumple las necesidades universales y que la vocación democrática de los idiomas debiera ser un hecho hoy. Mátense las unas a los otros. A estas alturas, no son tales mis luchas. Pues yo soy el hombre y voy a contarles una historia en masculino singular, aunque igualmente sea la de todos los demás.
En la tierra que se nos olvidó mirar, nací y pase mis primeros años, digamos la infancia. Mi seria memoria sólo guarda buenos recuerdos de aquello. Mientras nuestros maxilares rudos destrozaban la carne con su crudeza de recién arrancada, dejando que el frescor y la sangre dijeran por nosotros la verdad, la ardiente honestidad del sol golpeando nuestras frentes era un hecho que a nadie molestaba. Al poco, fuimos domesticando las piedras y los árboles; amándonos, aprendimos la importancia de los sentidos, y sintiéndonos, pronto empezamos a sentirnos. Allí nació la poesía, contra lo que ahora se dice, con los galopes de las interminables manadas extintas. Y con ella la música, pintada con arenas en paredes ocultas, traída a los poblados a lomos de las lluvias mensuales. Fue el cielo en la tierra.
Tras ello, nada de jardines celestiales; diluvios menos aun. Llegó la técnica: a base de trabajar la confianza mutua, nos desveló sus secretos la tierra. Y los animales se fueron ablandando. Por fin teníamos pasado, aunque allende del boca a boca torpe nadie lo contase. Fue por el mismo tiempo en el que todo empezó a joderse. Jamás había oído antes la palabra líder. Excedentes salidos de los campos, figuras idealizadas de los menos decorando cerámicas, nuevos dioses paridos para nuevas realidades. Se avecinaba la tormenta.
No tardamos en inventar la ciudad, y con ella los mercados. Rápido el bolsillo ganó peso ante las facultades para el arado y la batalla. Cada vez se ostentaba más y cada vez se vivía con menor gracia. Viajando a través del mar nuestro, pudimos contemplar sinfines de profetas que escapaban unos de otros para no colisionar verdades, arcos de triunfo por doquier extraños a la vista del indígena, y el olor de una repugnante magnanimidad que invadía los centros y se irradiaba por la periferia. Era, como luego descubrimos, el ojo del huracán.
Cayeron los que se convirtieron en los de siempre. Llegó la larga noche. Gentes nuevas del Norte nos enviaron a los campos, donde la paz sólo podía ser silencio. Nunca esto fue tan minúsculo. Aquí los dioses dijeron querer ser uno, uno que se puso en nuestra contra, uno que tenía no más que amigos fuertes. Tenía él unos cuantos en cada país que acababa de nacer, siempre por donde no faltaban las monedas y el vino, pero nunca consiguió llegar a nuestros campos para ayudarnos con las cosechas. Siglos oscuros
Y entonces, un día cualquiera, el mundo se hizo más grande. Resultó haber vida más allá de un charco ignorado. Nació la subjetividad, y nosotros perdimos nuestra lucha contra unos cuantos empeñados en poner puertas al campo: propósito conseguido. Para cada lugar una corona, para cada ingenuo un achaque. Armiños y chinchillas llenando armarios de habitaciones ubicadas en castillos vanidosos; alacenas vacías, miradas turbias, bocas sin aquello que una boca tiene que tener. La cosa iba, y ya era algo.
Así caminamos hasta que un día, de repente, humo negro a borbotones comenzó a salir de los tubos que había sobre los techos de unos edificios de una isla grande. Y al poco, en el continente sangre azul descendía por las calles y se colaba por las alcantarillas. Entonces el mundo se hizo inmenso y el tiempo se aceleró. Para siempre. Desde aquellos estadios, nada volvió a ser igual. Mi primera foto: la sensación de que una derrota empieza. Misión cumplida, tú, ente sin ser. Nuevos jefes nos saludaron; pusieron precio a nuestras almas, obligándonos a jugar a su juego. Así es: miro a mi milenaria madre violada y lloro. Ahora, en tardes como esta, me abrigo del viento y me siento a los pies de mi cama a buscar la mirada que hace tiempo se perdió escapando de la nostalgia.
Álvaro Romero Lago