Uno de los análisis de la actualidad que más ha calado en los mentideros de internet y en las tertulias de los bares es ese que dice que «el problema es el bipartidismo». Sin embargo, esta afirmación, aún con su parte de verdad, es errónea por varios motivos. Para empezar, hay que entender este fenómeno como una consecuencia de nuestro sistema democrático imperfecto y, en tanto que consecuencia, no debe ser entendido al mismo tiempo como causa (aunque sí como uno de los factores de mantenimiento -y ni siquiera el más importante- de los problemas que copan las portadas de los periódicos, punto en el que hay que reconocer su acierto).
Ahora bien, ¿cómo se llega de la democracia al bipartidismo? Para entender esto, hay que partir de la base de que la democracia es, por definición, un sistema mercantil, esto es: los partidos se ofertan en calidad de representantes y de promotores de un programa político a unos votantes que pagan, como el nombre indica, en forma de votos a la opción que les merezca su confianza. Así que, de lo que se trata la democracia, en última instancia, es de hacer estudios de mercado y marketing político.
Hablaré ahora de los tipos de votantes que hay y de la definición, explicita o ímplicita, de los programas. Con respecto al primer punto, una clasificación posible sería la división en tres clases: 1) la clientela propia de los partidos, 2) los votantes indecisos o clientes potenciales y 3) la borralla o personas cuyo voto no se tiene ni se espera y hasta es contraproducente para los intereses de la organización. Los esfuerzos de las campañas electorales van dirigidos a minimizar la pérdida de clientela y a maximizar el voto de los indecisos.
¿Cómo hacen los partidos para maximizar el voto de los indecisos? Es aquí donde cobra importancia la pertinencia del eje izquierda-derecha y, sobre todo, del concepto de centro, alrededor del que pivota buena parte de la estrategia programática tanto de los dos partidos mayoritarios (PP, en mayor medida, y PSOE) como de otros de nuevo cuño (UPyD y Podemos).
El centro se define como aquella zona del espectro ideológico que la población considera como moderada y razonable. Por lo tanto, se trata de un concepto subjetivo que depende del contexto presente en cada momento de la historia y de los esfuerzos comunicativos de las organizaciones políticas. En España se situaba hasta hace poco en lo que podríamos llamar «derecha social», esto es: un enfoque garantista, en apariencia, del estado de bienestar a cambio de dotar de privilegios a una oligarquía empresarial o, como dijo Alejo Vidal-Quadras.
«Por sorprendente que suene, la opulencia y la extravagancia de una minoría selecta es la condición indispensable para el progreso general» .
Se trata del tipo de pensamiento por el que en España se concibe como normal que alguien deje de estudiar con dieciseis años para ponerse a trabajar en el ladrillo que está fundamentado en la lógica del determinismo cristiano-biológico (hay personas que no sirven para estudiar), al que se opone otra lógica definible como contextual (hay condiciones ambientales que en interacción con las características de la persona…). Se trata también de esa actitud en la que prima el progreso económico y el estar en el G8 antes que la defensa de los derechos ante los privilegios de una minoría selecta que, en un ejercicio de extorsión sin precedentes a la población y a los gobernantes, es quien dice garantizar esos derechos. Un posicionamiento que venía caracterizado por el sector predominante del PP y por el ala más derechista del PSOE.
¿En que situación nos encontramos ahora? En los últimos años la posición del centro político ha entrado a debate debido a dos factores: 1) el advenimiento de la crisis económica que ha provocado cambios profundos en la sociedad y un malestar generalizado en la ciudadanía y 2) el nacimiento de nuevos partidos, como UPyD y Podemos, que necesitan situarse como adalides del «sentido común» (también llamado centro) para crearse una clientela estable con la que ganar elecciones. Para tal cometido se sirven de un tercer factor: el analfabetismo político del grueso de votantes indecisos.
Por tanto, para terminar, el problema no es el bipartidismo, si no la ideología conservadora en torno al que ha orbitado el mismo. El problema es el aprovechamiento que han hecho, y continúan haciendo, los partidos de la falta de cultura política de sus votantes. El problema es que el discurso de nuestra democracia se asienta en el establecimiento de unos limites sobre los que tutelar al pensamiento. El problema es dónde situamos el centro y cuál es la resposabilidad de la ciudadanía a la hora de dar respuesta a este debate. El problema es que necesitamos, y me incluyo, más educación y menos vanguardia.
Toucedo