Él es un ser, a veces vivo. ´Él no es más que él. Y siendo él, que nunca puede ser del todo poco, es al tiempo la infinidad de cosas que sus profundidades acogen. No tiene ni tuvo nunca problema alguno para asumirse; muestra una asombrosa capacidad para estar satisfecho de sí. Algunos años lleva ya aquí, mas eso no parece poner obstáculos a sus creencias sobre lo instantáneo de la felicidad; pues de lo perenne renegó siempre desde la alegación de llamarlo cosa antigua.
De las riqueza alberga las concepciones que en su día heredó y que en éstos le afirman desde afuera. Ya saben. Sobre trapos en sus armarios, la cartera que porta se ruboriza por las monedas pequeñas y en las alacenas de su casa sólo falta el aire. Pasó años cogiendo carrerilla y hoy va lanzado, por la senda de asfalto, a convertirse en aquel conquistador que por cuidar su conquista se transformó en esclavo de lo que conquistó. Desde luego, jamás le contaron lo mucho que Diógenes, el cínico, se reía durante sus paseos por el mercado, viendo tantas cosas y sabiendo que nada necesitaba. Dice nunca haber oído hablar de tal personaje, y si alguna vez alguien le dijo algo, de seguro no lo escuchó; ¿cómo podría un bicho así hacerle ganar más dinero?
Él es también, mmm, cómo decirlo, sí: de esas mentes cerradas que siempre tienen la boca abierta. Su apariencia es vulgar y nosotros así lo vemos. Pero ello no impide que siga siendo inevitablemente él, ánima única e irrepetible en la historia de la Humanidad y de la Tierra. No obstante y como podrán imaginar, no disfruta sobremanera en conversaciones del género. De lo que dice gustar es de “estar con gente y hablar de cosas con ella”. Hablar de lo que se tiene que hablar, hablar de cualquier cosa, o mejor dicho, de una cosa cualquiera.
Nosotros creemos que no se sabe pasado y él cree estar de nuestra parte al decir que “busca atraparse en el instante”; aunque no sería de extrañar, que eso simplemente lo escuchó en algún lugar y se quedó con la frase. Es esa otra de tantas falsedades. Podrán encontrarla los lectores profundos, y los a su lado viven, como constante en su culto a la apariencia. Al que se encuentra por ahí y le pregunta cómo le va, responde que “andando su camino”. Y es verdad, pues de otra manera no podría ser: mientras se está se anda. Sus itinerarios apuntan todos hacía el euro; lo hacen con toda sinceridad que puede darle su inmensa ambición, la que los guía, a él y a su chequera, monte arriba, río abajo, a la procura de aquello que nunca podrán comprar.
Pobre hombre: tanto pensar en la acción y sin saber que en el silencio está el verbo. Tanto fijarse metas, marcarse rutas hacia el horizonte, y jamás llegará a sospechar que el único sentido posible de caminar es hacerlo hacia uno mismo. Ese sería su gran descubrimiento. Lástima que nunca vaya a tener lugar allí adentro. No, no lo hará, dado que no logra concebir como círculo al camino y como perfecta a la vida; su pensar modernamente aritmético le impide aceptar que uno más uno sigan siendo uno más uno, y no dos.
Tras tiempo observándolo, llegamos a la conclusión de que la mayor de las piedras que taponan sus aguas, impidiéndole derramarse sobre sí mismo, es el deseo. Es el deseo el principio del conflicto con uno mismo, es el deseo la causa de la mayor desdicha de los hombres. Y es, sí, el deseo, la razón de la peor de las amnesias imaginables: el olvido de uno mismo. Él, por desear lo que no tiene es incapaz de disfrutar lo que tiene. He ahí la gran pobreza. Es obvio que desconoce la máxima dejada por Francisco de Asís, clave una entre las mucha que hacia la eudaumonía llevan. “Deseo poco y lo poco que deseo lo deseo poco”. Palabras más sabías aún hoy no se oyeron.
Nosotros no podemos hacer nada por él que no sea describirlo y difundirlo. Si ustedes lo ven por ahí, intenten ayudarle. Háblenle de la importancia del aquí y del ahora, recuérdenle todo lo que saben sobre este gran círculo y háganle saber que el mayor enemigo suele vivir dentro de casa. Y cuando les pregunte por que será de él en el futuro, contéstenle diciendo que hoy por hoy el mañana no es más que mera ficción.
Álvaro Romero Lago