Este año, 2014, se cumplen 25 años de la Caída (qué caída ni qué cuerno, si lo tiraron abajo) del Muro de Berlín. El también denominado Muro de la Vergüenza (nombre muy acertado) se mantuvo erguido como símbolo más emblemático de la Guerra Fría durante veintiocho largas vueltas de la Tierra alrededor del Sol, desde que empezara a ser construido en 1961, materializando físicamente aquélla famosa expresión del “Telón de Acero” que Winston Churchill (Primer Ministro británico entre 1940-45 y 1951-55) acuñó en su conocido discurso de de 1946.
Es posible que, teniendo en cuenta el tema de mi introducción, estéis pensando que vengo a hablaros precisamente de eso: del Muro y de la Guerra Fría. ¿Verdad? Pues no, lo siento. ¡Parece mentira que no me conozcáis! Siguiendo mi eterna costumbre, voy a contracorriente del mundo, y como estoy seguro de que el aniversario proveerá de los de3bidos documentales y conmemoraciones varias que cumplirán la misión de culturizar a la gente, yo voy a contaros otras historias. ¿Cómo se hila esto? Con encaje de bolillos. Pensar en el Muro de Berlín me ha hecho pensar en otro muro, mucho más antiguo y también muy famoso: el de Adriano. Y ello me ha llevado a pensar en el emperador que le da nombre, y me he dicho “¿Por qué no? ¡Vamos a hablar un poco de Trajano y de Adriano!”.
¿Por qué quiero hablar de ellos? Porque la metáfora del muro me parece muy adecuada para aplicársela a estos dos monarcas romanos. Por el “muro” que se elevó entre dos formas distintas de lidiar con el mundo que circundaba el Mediterráneo. Por la barrera que separó el momento álgido del Alto Imperio Romano del comienzo del fin de su esplendor.
Nerva César Trajano Augusto fue emperador entre el año 98 y el año 117. Adoptado por el anterior emperador, Nerva César Augusto (Nerva, para los amigos, que gobernó entre 96 y 98; era viejo ya, el pobre…), subió al poder tras la muerte de su padre adoptivo sin demasiados problemas (algo que no era tan frecuente entre las dinastías romanas, sobre todo si miramos a Domiciano, antecesor de Nerva, que murió acuchillado a causa de una conspiración en la que participaron hasta sus amigos y su esposa). Como buen político romano, había desempeñado un aceptable papel en el estamento militar (juas) y había escalado en el cursus honorum hasta llegar a su culmen: fue cónsul en el año 91. Ha pasado a la historia como uno de los emperadores mejor valorados por los propios romanos. Mantuvo contentas a las tropas (como todo emperador con aspiraciones a sobrevivir debía hacer), hizo numerosas obras públicas y, por supuesto, emprendió campañas militares que expandieron el Imperio. Su vocación militar era bastante destacada, y era apreciado por el ejército.
Trajano marchó al este y en dos guerras derrotó a Decébalo, rey de los dacios, convirtiendo Dacia en una nueva provincia romana. Para que os hagáis una idea, la antigua Dacia coincide más o menos con parte de las actuales Rumanía y Moldavia, y también incluiría pedazos de Bulgaria, Serbia, Hungría y Ucrania. Al norte estaba delimitada por los montes Cárpatos, y al sur, por el río Danubio. También anexionó (de forma, que sepamos, pacífica) el reino de los nabateos, cuya capital era la conocida ciudad de Petra, actualmente en Jordania, y depuso al rey de Armenia y transformó su territorio en una provincia. Incluso llegó a establecer las provincias de Mesopotamia y Asiria (¡estamos hablando de Iraq, por favor, haceos una idea!), aunque duraron apenas unos meses. Pese a ello y a la rebelión de los judíos, Trajano dejó a su muerte un legado legendario que ha perdurado en la memoria: la máxima extensión alcanzada por el Imperio Romano en toda su historia. De nuevo os pido, por favor, que imaginéis esa salvajada: un imperio que se extendía desde África, Hispania y Britania hasta Armenia, Egipto, el Sinaí y la actual Jordania. ¡En una época en que ni siquiera existía la energía a vapor!
César Trajano Adriano Augusto (Pepe de toda la vida, vamos) gobernó entre 117 y 138. Parece ser que dijo haber sido adoptado por Trajano, y aunque no hay constancia y hay sospechas sobre la veracidad de ello, el caso es que fue aclamado como emperador por el ejército, o sea que a ver quién era el guapo que le decía que no (siempre y cuando pagase bien a las tropas, claro está). Tras la aclamación ordenó rápidamente la evacuación de Mesopotamia, Asiria y Armenia. Mientras que Trajano se había pasado la mayor parte de su reinado combatiendo a dacios y partos, Adriano la pasó visitando las provincias del Imperio, aunque también dejó su legado arquitectónico en Roma. Adriano puso en práctica una doctrina de contención y separación de los extranjeros mediante una frontera fortificada. Constatado el fracaso de las agotadoras campañas de Trajano, su sucesor optó por abandonar los territorios que no pudieran defenderse, y esto incluía no solamente los situados más allá del río Éufrates, sino también al norte del Danubio. Allí donde pudo estableció fortificaciones en el limes. Éstas, en algunos lugares del imperio eran solamente empalizadas de madera, pero en el ya citado muro se trataba de una muralla de piedra que se extiende hoy unos 120 kilómetros, desde el golfo de Solway hasta la desembocadura del río Tyne. También en Britania renunciaba Adriano a consolidar las frágiles victorias de Agrícola en la actual Escocia.
El imperio de Adriano marca un punto de inflexión en la historia romana: hasta entonces Roma se había expandido, tanto durante la República como durante el Imperio. A partir de entonces, Roma pasó a estar a la defensiva. Perdería y reconquistaría territorios, pero jamás volvería a apoderarse de tierra nueva. La terrible crisis del siglo III, las guerras civiles y la presión de los pueblos limítrofes fueron minando poco a poco las fuerzas del Imperio, el cual, extenuado, cansado, demasiado viejo y demasiado grande, acabó derrotado, dividido y, como todos sabemos, sucumbió finalmente a las oscuridades de la Historia (bueno, el de occidente). Ahí es donde veo yo el muro: en la separación intangible en ese momento, pero clara para nosotros en la actualidad, de dos mundos cogidos de la mano que se soltaban para ir alejándose cada vez más, lentamente.
Y ahora es cuando viene el momento de mi reflexión y desvarío personal. Trajano ha sido mejor tratado por la Historia, en parte porque los propios romanos auparon el recuerdo de sus laureles como con pocos emperadores (a esto debió de contribuir, sin duda, la difícil relación de Adriano con el Senado). Pero posiblemente también se deba a que, para qué nos vamos a engañar, el carisma del guerrero es un peso pesado constante en el imaginario popular. Los grandes héroes de la mitología, los más valorados actualmente, casi siempre son grandes guerreros: Hércules, Aquiles… Así como los personajes históricos: Sargón II de Asiria, Ramsés II de Egipto, Alejandro III Magno de Macedonia, Julio César de Roma… En comparación, otros personajes no menos importantes parecen permanecer a la sombra. Es lo que tiene la guerra: alimenta mucho más la leyenda. La hoguera de la fama arde mejor con leña seca.
No obstante, yo quiero hacer un mini-llamamiento reivindicativo hacia la figura de Adriano. Dejando la historicidad aparte, mi opinión romántico-literaria sobre él está muy influenciada por el hecho de haber leído en cierta ocasión un fragmento de la novela “Memorias de Adriano”, de Marguerite Yourcenar, el cual me pareció maravilloso. A mí, personalmente, me gusta imaginarme así al emperador: un hombre que entendió que la fiebre conquistadora del Imperio había sido su propio asesino a largo plazo. Que aquella monstruosidad no se sostenía. Que el Imperio no era viable, su extensión era insostenible. Un hombre que entendió que Trajano había hecho un flaco favor a Roma, y que tuvo la sabiduría y el valor para plantarse y decir “Hemos llegado hasta aquí, y ciertamente es para estar orgulloso, pero no más. A partir de ahora, dediquémonos a cuidar de lo que ya tenemos, sin ser más ambiciosos, o buscaremos nuestra ruina, cavaremos nuestra propia fosa”. No podemos saber con seguridad, claro está, si el Adriano real tomó las decisiones que tomó por esta razón o porque, aunque tenía la voluntad de seguir conquistando el mundo, no fue capaz. Pero a mí me gustaría pensar en el primer caso. Me gustaría pensar en el emperador como alguien que en vez de luchar hasta desfallecer por una gloria efímera, prefirió consolidar, conservar, preservar y construir.
Así pues, Salve, Adriano, un grande entre los emperadores. Requiescat in pace, et sit tibi terra leuis. Como diría Ukio, semper fi, imperator de Roma. Y a vosotros, por vuestra parte os digo: Uale, mei amici. Un saludo muy afectuoso y romano para todos.
Brais Louzao Recarey, Historiador.