Si dijera que la apología del terrorismo debería considerarse un derecho al amparo de la libertad de expresión, alguien malinterpretaría mis palabras. Pensaría incluso que yo mismo hago apología. Pero, en realidad, se trataría de apología de la apología del terrorismo.
El terror y la violencia son el último reducto al que acuden los grupos privados de las herramientas con las que hacer valer su identidad. Es la consecuencia del discurso que iguala al nacionalismo o al islamismo -por mencionar dos ismos- con el reverso tenebroso de nuestros nobles valores prodemócratas. Y donde digo democracia, digo cualquier régimen que en un momento dado necesite de un contrario para erigirse en posesión de la verdad, en custodio del orden y en garante del progreso.
Si no fuera por las muertes y por la tendencia irreparable a salirse de madre, el terrorismo sería una opción legítima. Porque el magnicidio es algo que puedo entender en cierto modo. Pero acabar con la vida del concejal de turno o de la víctima inocente que pasa por ahí es algo que no se puede tolerar.
Existe, no obstante, un caso en el que la lucha armada es justificable al cien por cien. Se trata de la pobreza. Dicho en un par de preguntas: ¿para qué sirve un pobre si no es para inmolarse?, ¿qué sentido tiene que una persona deshauciada se suicide si no se lleva también al dueño del banco en el que se hipotecó? Para mucha gente supondría una solución más digna que la mendicidad.
Pero este escenario nunca va a tener lugar. De producirse algún caso, será sólo violencia de la turbamulta. La lucha armada es, por su cariz político, la expresión de unas ideas, de una educación, el lenguaje de un dogma que se ve oprimido frente al dogma de los opresores. Nada compatible con la exclusión social implícita en la pobreza.
Y no es que el pobre no tenga ideas, pero carece de sentido pensar en el futuro si este no está garantizado. Sobrevivir es primordial y pensar, piensan los que pueden.
Por todo esto, cada vez que se cometa un atentado terrorista en un lugar del mundo, debemos lamentar que el sistema imperante obstruya los cauces de expresión de las ideas. Pero debemos alegrarnos de que haya gente con las condiciones materiales necesarias para desarrollarse como individuos políticos.
Porque, si no fuera por las muertes, el terrorismo sería una opción legítima.