De un tiempo a esta parte, diversos estudios multidisciplinares vienen concluyendo sin cesar lo improbable de que a una frente de dimensiones canónicas – tres de ancho por cinco de alto – se le escape la utilidad del acto para la vida diaria. Los psicólogos ratifican la plácida recreación que de su hábito deriva y eso es suficiente porque lo dice la psicología, que es la ciencia más moderna y útil de todas.
Mediante meticulosas lecturas de arcaicos textos, lo más reputado de la historiografía afirma que las primeras evidencias del sentimiento se registran en los diarios de un individuo que firmaba sus escritos como Dios… nombre legible a pesar de la mala rubrica del personaje. Parecen datar entre el III y II milenio, mas todavía no han sido sometidos a pruebas radiocarbónicas.
“Sin odio, la vida sería un error”, aforismo aprovechado por lo más escéptico de la filosofía para tirar piedras en forma de nota a pie de página, sin que la sabía sentencia se inmute. Aún resiste impoluta al embate del argumento más sagaz; perpetua actualidad que le impide las pomposas honras fúnebres que habría de merecer. Ante eso, honestidad es rendirle el mejor de los homenajes: el cotidiano.
En todos los campos del saber, traducir en práctica la teoría requiere un encadenamiento de precisiones metodológicas. Si se quiere que el odio sea científico y objetivo, es necesario, en primer lugar, delimitar el campo de trabajo y concretar el objeto sobre el cual desarrollar la bellísima acción.
Antes que nada viene la definición. Entre los pioneros de la disciplina – a quién tanto debemos, por supuesto – era común la confusión entre el placer fonético “odio” y vaguedades como “apatía”, “desprecio”, “fobia” y otras imprecisiones del corte. Pero la etimología, azote de incrédulos, deja patente la pureza de un sentimiento inabarcable por la categoría de pecado capital y hace justicia semántica con “odio” al permitirle conservar el privilegiado estatus de cultismo.
La economía del espacio impuesta aquí, convierte en estéril la propuesta de una síntesis sobre los variados y controvertidos conceptos de “odio” propuestos a lo largo de la pasada centuria. Pero bien se opte por un perro, un pedazo de nube o un dios sumerio, el requisito es indispensable. Para ello, y para indagar sobre ejemplos, paradigmas y líneas teóricas, cuenta el pretendiente con una serie de manuales ad hoc, así como la extensa amalgama de bibliografía específica que la historia nos fue dejando y que se encuentra, para fortuna de todos, en permanente proceso de revisión y renovación. En este sentido, si lo que se busca es iniciarse en el arte de odiar, es recomendable acudir a los clásicos. Hay depositados en ellos no sólo un sinfín de formas y ejemplos sobre los que edificar esta filosofía de vida, sino la propia razón de ser del odio, su más pura esencia. Odium est magister vitae.
Mas como en toda erudición, no faltan en ésta díscolos y escépticos. Los desterrados de la academia – algunos de ellos grandes autoridades-, reniegan de la condición científica de este saber. Afirman estar convencidos de que el odiar no es un hecho que pueda alcanzarse mediante la asistencia a magistrales conferencias, la meditación o el compilado de horas y más horas de biblioteca; lo entienden demasiado complejo para someterlo a los canales del raciocinio. Sostienen que el auténtico odio se aprende en las calles y que no es cosa para todo el mundo, sino más bien un placer prohibido a la mano de una minoría selecta. Como el café sin azúcar o el trabajo digno.
Según los fundamentos de esta escuela apócrifa, la única semejanza que existe entre el odio y el amor es el requisito de la vocación. Paradoja de antípodas. La necesidad del don innato. Migajas de veneno en la comida de la mascota del vecino, zancadilla a la vieja que sube las escaleras, escupitajo al indefenso, son casos similares a los del gran poeta, que no necesita pasar por el aro del método para llegar a su estadio más elevado.
Es como todo: hay quien vale y hay quien no. Pero por mucha predisposición natural que se tenga, un acto tan sublime no puede desarrollarse sin plena entrega, y mucho menos con la soberbia de obrar con manierismo. Odiar día sí, día no, implica, por ejemplo, el riesgo de caer por instantes en el pecado de la empatía. Odiar a medias es tirar la vida por la borda.
Revelados los cómos; brevemente explicar el qué. Hay, básicamente, dos ámbitos sobre los que está moralmente permitido desarrollar el odio. Uno puede optar por manifestarlo hacia un otro, o bien decidirse por él mismo. Y aquí está el truco, que tanto como truco es necesidad: para arrojar el entrañable sentimiento sobre el otro es indispensable que los adentros del que va a ejecutar el acto padezcan sin cura ni remedio de esa misma pasión.