No quiero a nadie en mi vida. Si va a terminar no quiero que empiece. Ya conozco la sensación, es mejor acostumbrarse a estar solo. Aún cuando todo lo que deseas y has deseado siempre es estar con alguien.
Recuerdas los abrazos pero no reconoces a la persona que te los daba, tampoco al que los recibe. Más difícil aún es recordar lo agradables que eran. Todo queda ya muy lejos y parece inventado. Tuviste a alguien, pero parece otra vida. Lo era, en realidad. Pero terminó, porque todo termina. Y si va a terminar, mejor que ni empiece. Mejor que no me pongan la miel en los labios, mejor nacer diabético que tener oportunidad de probar esa golosina. Siempre fui un glotón, no me conformo con tan sólo probar.
Y desde entonces, nada. Sólo breves y fallidos intentos, algún escarceo serio, pero terminaron antes de empezar. Y los que pensé que no, terminaron peor. Puse ilusión donde no debía en algún caso y tardamos tiempo en volver a estar mal a niveles normales. ¡Qué nostalgia! Otra vez esa angustia en el pecho, ese dolor agudo, punzante y cansino. El desamor es un trago amargo y deja un sabor en la boca que tarda mucho en marchar. Intentar animarse es difícil unas veces e inútil otras.
Luego llegaron los muros. Fueron llegando poco a poco y sin darme cuenta estaba tan lejos y a tantas paredes de distancia de la persona más cercana que ya ni merecía la pena gritar pidiendo auxilio. Hablo, claro, de muros de varias capas, tantas como los golpes que fueron llegando, tan gruesas como hiciera falta para acallar ese griterío. Y aquí estamos ahora, aislados de todos, solos, pero no mucho más de lo que estábamos antes. No puedo salir, pero tampoco puede entrar nadie… tampoco puedo dejar entrar a nadie. No es mi culpa, es sólo que no puse puertas al hacer los muros. No me pareció que me fueran a hacer falta.
Quizá una ventana ayudaría, pero las quité. Era demasiado obvio, al final acabaría arrojándome por una de ellas. Mejor evitar las alturas y las ventanas. Mejor enterrarse en lo mas hondo de esa miseria y levantar cuanto muro fuera preciso para dejar fuera a todo lo que pudiera perturbar la paz de mi apacible soledad. Porque de ella, tiene gracia, uno no puede huír ni esconderse. Me sigue como si de una novia se tratara, pero no me llevo mal con ella. Es un matrimonio bien avenido.
La oscuridad me complace, me recomforta. Se está bien aquí abajo. Me llega sólo un eco lejano de todo el trajín de allá arriba. Y se siente confortable, como cuando uno ve la lluvia caer desde dentro de casa. Pues aquí estoy, sin más. A oscuras, pero no hace falta luz aquí abajo. Me molestaría, no quiero ver más de la cuenta. Me haría daño a los ojos, y ya de vez en cuando se me llenan de lágrimas sin entender yo muy bien por qué. Además, la luz no es tan cálida como ellos creen, ni la oscuridad tan fría.
Empiezo a oír las voces, no tienen mucho efecto en mi al principio. Pero aquí no hay nadie más con quien conversar, recordad que mi señora, la soledad, es mujer de pocas palabras. Esta otra, porque es otra y no otro, sin embargo, no calla ni debajo del agua. Tiene algún que otro argumento válido, tampoco muchos. El caso es que los míos no son mejores. A veces la callo yo, otras veces me calla ella a mi. Está bien tenerla por aquí, a veces pensar en ella me ayuda. No es que tengamos nada, claro, faltaría más, no somos compatibles. Es que ella me habla en mis términos, entiende lo que le digo.
He descubierto que hay una chimenea. Fíjate, ya llevo un tiempo viviendo aquí y no me había dado ni cuenta. De vez en cuando me asomo y miro al exterior, a veces incluso trato de comunicarme con los de fuera pero ellos no parecen oír nada más que un farfulleo ininteligible y yo no veo mas que el humo que sale, negro y espeso. Al fin y al cabo, es lo normal, es una chimenea ¿no?
Entre una cosa y otra mis compañeras me hacen la vida más amena. La recién llegada insiste en que no abra ninguna puerta para salir de aquí, la soledad no dice nada, asiente con la cabeza sin más. Creo que está deacuerdo con su nueva compañera.
Yo no lo veo claro. Dice que conoce un sitio más acojedor incluso, mejor acolchado. Bromea diciendo que así no tendré que comprar un sofá. Yo le digo que el confort no es una prioridad. Apela a mi pereza, sabe que no abriré esas puertas; tampoco sé como hacerlo, no soy carpintero. Podría derribar los muros, pero aún no sé para qué, si en realidad estoy bien aquí. Y además, si derribara esos muros no tendría hogar al que volver ¿Qué sentido tendría entonces haber hecho todo esto?
Y si derribara esos muros, aún peor, quién sabe, podría entrar alguien. Y no queremos eso, los muros se quedan donde están. A decir verdad ya no me parecen tan seguros. Ha pasado un tiempo desde que vivo aquí abajo y no sé, ahora se me antojan quebradizos. Menuda escandalera deben estar montando ahí arriba para que mis muros parezcan menos de lo que son. No quiero saber nada de ellos, sería mejor que levantara unos cuantos más. Pero no tengo espacio para gran cosa y aquí ahora somos tres.
Ya me ha convencido para la mudanza. Ahora es sólo que no encuentro el momento, no recuerdo que le decía para combatir sus falacias. No sé cuando lo olvidé. Quizá todo este tiempo tuvo razón y yo discutiéndole… En fin, ahora ya está decidido, basta con escoger el momento y una buena empresa de mudanzas.
No os había contado, en realidad ni yo mismo me había dado cuenta: Hay un mueble bar. Qué interesante, el viaje se me va a hacer más corto de lo que pensaba. Tenemos fecha y ya está todo pensado, se las ve excitadas por la buena nueva. A mi ni fú ni fá, creo que al final me da igual irme o quedarme. Será eso.
Hoy es el día, todo está listo y preparado. Ya sé quien era la amiga de la soledad, es una vieja chismosa. Cree que no la reconozco, pero sé bien quien es. Cree que me ha engañado, pero sé a donde voy. Al final, no voy a necesitar ese sofá.
Bastida