Las enfermedades mentales no existen. Esto no significa que no existan los fenómenos que llamamos enfermedades mentales, sino que dichos fenómenos no cuentan con los requisitos necesarios para poder ser considerados de tal modo. Para empezar, hay que decir que una enfermedad es una etiqueta diagnóstica que contiene información sobre la etiología (o causa) de un trastorno o síndrome (que viene a ser un conjunto de signos o síntomas -razón por la que la miopía tampoco se puede considerar una enfermedad, ya que se trata de un síntoma que refleja un signo que es el déficit de refracción del cristalino-), sobre su pronóstico y sobre su tratamiento. La gripe, por ejemplo, es una enfermedad provocada por el virus de la gripe, que cursa con síntomas catarrales y molestias musculares y que se cura con reposo, bisolgrip y sopas de pollo.
Sí que hay, por supuesto, ejemplos de enfermedades que atañen al aparato mental de las personas: al comportamiento y a la cognición. Es el caso de aquellas que están asociadas a demencia. Por mencionar la más conocida, se sabe que el Alzheimer se debe a la formación de placas de β-amiloide (o placas seniles) en ciertas regiones del cerebro, impidiendo la formación de acetilcolina, un neurotransmisor asociado con la memoria. Se sabe también que el progreso de la enfermedad se caracteriza por un deterioro de memoria acompañado del de otras funciones cognitivas (lo que se conoce como síndrome afaso-apraxo-agnósico) hasta llegar a un estado de total dependencia que termina con la muerte. Con respecto al tratamiento, es posible retrasar el deterioro cognitivo (y el inicio de la enfermedad) manteniendo una vida intelectual activa y existen medicamentos como el donezepilo (un inhibidor revesible de la colinesterasa) que sirve de ayuda para los síntomas asociados al déficit de memoria.
Llegados a este punto alguien se preguntará: ¿no es el Alzheimer también una enfermedad mental? La respuesta es que no, ya que se trata de una enfermedad neurológica. La diferencia entre unas y otras estriba en el hecho de que en las enfermedades neurológicas se conocen tanto la etiología como el proceso patofisiológico que subyace a las mismas y, por ese motivo, se pueden (o hay motivos de peso para pensarlo así) desarrollar tratamientos a partir de ese conocimiento. En el caso de las mal llamadas enfermedades mentales (lo correcto sería hablar de trastornos), esto no ocurre así. Por el contrario, es el descubrimiento de tratamientos que parecen funcionar lo que lleva a sospechar que ciertos neurotransmisores pueden estar más o menos relacionados con según qué patologías (sin significar que sean la causa de las mismas).
Por hablar de uno de los trastornos mentales más prevalentes, la depresión se puede abordar mediante el uso de fármacos, como los inhibidores de la monoaminoxidasa (IMAO), actualmente en desuso salvo excepciones debido a las reacciones que producen con ciertos alimentos. Como se puede sospechar a partir de su nombre, los IMAO actúan inhibiendo una enzima que degrada las monoaminas, de las que nos interesan las catecolaminas dopamina y noradrenalina y la indolamina serotonina. De estas se sabe que, a muy grandes rasgos, la vías dopaminérgicas del cerebro están implicadas en el refuerzo, las serotoninérgicas en el control de impulsos y las noradrenérgicas en lo que se conoce como arousal o grado de activación general del organismo. Dicho esto, es lógico sospechar que aumentar los niveles de dopamina, serotonina y noradrenalina en el sistema nervioso puede producir una mejoría en los aspectos mencionados (y al contrario si se rebajan); pero concluir que la depresión de una persona determinada está causada por la baja de concentración de estos neurotransmisores es un salto demasiado grande.
Como mucho, se puede hablar de correlaciones que, en casos, son compartidas con otros trastornos. Así los inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina (ISRS), que actúan aumentando la concentración de serotonina en ciertas vías del cerebro, son los fármacos de elección tanto en trastornos depresivos como en trastornos de ansiedad. Esto nos da una pista de la posible naturaleza dimensional de estas patologías, contraria a la definición de enfermedad, caracterizada por la mutua exclusividad de las dolencias… Otro ejemplo al respecto son las benzodiacepinas, agonistas de GABA (el neurotransmisor inhibidor más frecuente en el organismo) que, aunque se utilizan en ansiedad, también han demostrado ser de utilidad en el tratamiento de los síntomas positivos de la esquizofrenia, donde el tratamiento de elección son los fármacos antagonistas de la dopamina.
Pero esta dimensionalidad, presente entre patologías, también se da entre la “normalidad” y la “anormalidad”. Así, con respecto a la depresión, podemos hablar de un espectro que va desde la tristeza no patológica o estados pasajeros de tristeza a la depresión mayor (en DSM: más de dos semanas con cinco síntomas incluídos tristeza o pérdida de la capacidad para experimentar placer) pasando por la depresión menor (más dos semanas, pero sin cumplir con el criterio de cinco síntomas) o la depresión subclínica (en la que hay sintomatología sin que, por las razones que sea, se llegue a hacer el diagnóstico). Lo mismo se puede aplicar a los trastornos asociados a ansiedad, que abarcan desde estados de estrés más o menos mantenidos en el tiempo a toda una retahíla de trastornos que, en casos como el de la ansiedad generalizada (un estado crónico de preocupación acerca de aspectos diversos) se llegan, quizás por el papel de la serotonina en el control de impulsos (o quizás por otras causas), a solapar con la depresión. Por terminar con los ejemplos, en el caso del trastorno obsesivo-compulsivo se sabe que el 80% de la población presenta sintomatología relacionada sin que esta sea tan grave como para requerir tratamiento o, en el caso de la esquizofrenia, aunque la prevalencia es del 1% de la población, llega hasta el 15% el porcentaje de gente que refiere tener alucinaciones o delirios en algún momento de su vida.
En resumen, hablar de enfermedades mentales es incorrecto. Como mucho podemos hablar de trastornos, de conjuntos de signos y síntomas que covarían entre sí y de los que conocemos, y ya es bastante, como correlacionan con determinandos aspectos de nuestra biología que, al menos no todavía, no se pueden considerar la causa de los mismos.
¿Llegará el día en que podamos hablar de la causa de las enfermedades mentales? Es posible y, desde luego, ese día será un buen día. Aunque hablar de enfermedad mental seguirá siendo tan incorrecto como el día anterior.
Toucedo.