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Columnistas: Andreas Lubitz, un año después

Leí en la prensa que una carta escrita por los padres y el hermano de Andreas Lubitz provocó el enfado de las víctimas del suicidio de este. Para quien no lo sepa, no se acuerde o no viva en este mundo, Andreas Lubitz fue un piloto alemán que, el año pasado, decidió poner fin a su vida estrellando en los Alpes franceses el avión que tripulaba (como copiloto), llevándose en el acto las vidas de otras ciento cincuenta personas. La razón del enfado es que la carta, en la que los Lubitz agradecen a amigos y a allegados el apoyo recibido durante este tiempo, no menciona a esas víctimas inocentes ni aprovecha para pedir perdón a los familiares.

Si bien puede considerarse torpe, poco decoroso o hasta falto de sensibilidad este descuido, quiero romper una lanza a favor de unos padres que ya bastante tienen con haber perdido a un hijo del modo que lo perdieron (porque que tu hijo se suicide matando a ciento cincuenta personas no debe de ser un plato fácil de digerir) y decir que la crítica en este caso es, aunque justificada por el dolor, injusta ante el análisis de las razones. Porque confundir torpeza con malicia sería, en la parte que nos toca a los que no estamos implicados de ningún modo, mezquino y poco empático. Porque la carta en cuestión iba dirigida a un periódico local y es en ese contexto que debe ser entendida.

Dicho lo dicho, ¿qué pudo llevar a Andreas Lubitz a hacer lo que hizo un año atrás? Se han dado muchas explicaciones al respecto: tenía depresión, estaba medicado, un posible trastorno de personalidad, pura maldad… y ninguna llega a convencer por completo. Tal vez porque la mejor explicación sea un cúmulo de todas ellas. Tal vez porque cualquier explicación que busquemos responda sólo a la necesidad de articular un suceso que escapa a la comprensión humana dentro de nuestros esquemas.

De todos modos, y a sabiendas de estar especulando, quisiera dar un par de pinceladas que podrían arrojar cierta luz sobre algunos aspectos del acontecimiento. Vaya por delante, que me niego a dar por válido el argumento de la maldad.

Partiendo de la base de que Andreas Lubitz padeciera un trastorno depresivo mayor, hay una serie de conceptos asociados a este diagnóstico que podrían ser de utilidad para entender, en parte, el accidente de Germanwings. Las personas con depresión suelen mostrar un modo de pensar, conocido como rumiación, que consiste en focalizar la atención en el estado de ánimo, con lo que este se agrava y se impide la puesta en marcha de conductas reforzantes. Esto da paso a una autoevaluación constante que, aunque sesgada hacia lo negativo, suele ser bastante realista, incluso más que en las personas no deprimidas. Estos factores actuarían, en determinados casos, como caldo de cultivo de la ideación suicida.

No obstante, es raro (que no imposible), que una persona se suicide en el punto álgido de una depresión, dado que es cuando se encuentra más baja de energía. Por el contrario, el suicidio se suele producir en los meses posteriores a la recuperación, siendo la sintomatología común con los trastornos de ansiedad (insomnio, ataques de pánico, problemas de concentración, etc.) junto a la desesperanza, una visión pesimista del devenir, los mejores predictores de su ocurrencia. Las descripciones que se hacen en prensa de Andreas Lubitz cuadran con la presencia de problemas de esta índole.

Hay que mencionar también la medicación que le habían prescrito a Lubitz: el antidepresivo mirtazapina, del que se advierte en MedlinePlus (www.nlm.nih.gov), con respecto a su consumo:

“Usted puede desarrollar tendencias suicidas, especialmente al comienzo de su tratamiento y en cualquier momento en que su dosis es incrementada o disminuida”. Si bien este es un efecto secundario poco frecuente, y lo es menos si se dan los controles adecuados, no puede descartarse como uno de los factores precipitantes del suceso.

Queda por explicar el aspecto más escabroso de estre asunto: ¿por qué asesinó a otras ciento cincuenta personas y no se mató él sólo? Descartando el argumento de la maldad, la siguiente posibilidad es aludir al límite de capacidad de la atención humana. En un contexto determinado las personas tendemos a atender a los aspectos que configuran el mismo, dejando de lado aquella información que no se explicita. Esto vendría a estar relacionado con la diferencia entre saber algo (yo sé que Colón descubrió América en 1492) y ser consciente de algo (pero no es algo en lo que suela estar pensando). Así, un piloto de avión, un maquinista de tren o hasta un conductor de autobús, que suele tener más contacto con los pasajeros, saben que transportar personas, pero no es algo de lo que se estén acordando continuamente durante el viaje. En el caso de la depresión, el hecho de focalizar la atención en el propio estado de ánimo y el rumiar una y otra vez los pensamientos negativos llevan a que la persona desatienda su entorno, en especial al menos inmediato.

Para terminar, ¿cómo afecta un caso como este al estigma sobre la enfermedad mental? No cabe duda de que un episodio de este calibre sólo puede servir para exacerbarlo. Ahora bien, hay que tener en cuenta que Andreas Lubitz es una excepción y lo que sirve para las excepciones no se debe aplicar al caso general. Incluso me atrevería a decir que, por estadística, no es la primera vez que una persona con síntomas depresivos tripula un avión. Pero los casos de gente con problemas mentales que se suicida estrellando su avión son y seguirán siendo menos que aquellos en los que el vuelo termina sin incidencias.

En definitiva, ¿quién habría predicho que Andreas Lubitz pondría fin a su vida y la de otras ciento cincuenta personas un veinticuatro de marzo de dos mil quince? Y la respuesta es nadie, porque es algo que está tan fuera de nuestros esquemas que es imposible de predecir. Ante eso, lo único que nos queda es hacer hincapié en los aspectos que sí están bajo nuestro control: la mejora en la seguirdad de los medios de transporte y la promoción pública de la salud mental.

Toucedo

 

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