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Cine Indie: ¿Por qué no podemos ser amigos?

Título: Dazed and Confused

Director: Richard Linklater

Guión: Richard Linklater

Elenco: Jason London, Wiley Wiggins, Matthew McConaughey, Adam Goldberg, Michelle Burke, Anthony Rapp, Marissa Ribisi, Ben Affleck, Milla Jovovich

País: Estados Unidos

Año: 1993

Con su tercera película, el tejano Richard Linklater (que en los últimos años ha alcanzado una enorme notoriedad gracias a su experimento Boyhood) firmaba la que es hasta la fecha la manifestación más perfecta de su visión cinematográfica. Dazed and Confused es uno de esos trabajos en los que el cariño y la profunda implicación de los creadores en lo narrado nos pueden ayudar a comprender mejor

A primera vista, si se examinan superficialmente su guión y su ambientación, no es más que otra película de adolescentes: la narración de un día de fin de curso en que uno de los chavales organiza una fiesta en su casa, que acaba trasformándose en un botellón salvaje y multitudinario en el que quedan al descubierto las relaciones y roles sociales de los protagonistas.

Sin embargo, el eslogan promocional un tanto engañoso que emplearon para distribuirla (See it with a bud, que tan bien podría traducirse “Para ver con colegas” como “Para ver con cogollos”) ya nos indica que estos teens no le van a hacer ascos a la fragante hierba psicodélica, y es normal: la acción transcurre en Austin, Texas, en 1976. Un tiempo y un lugar en que la contracultura de los sesenta era ya digerida y asimilada como elemento de consumo de masas, con toda la transformación de costumbres y estética que ello implicaba. Este hecho influye sobre la maravillosa banda sonora, de la que hablaremos más adelante, y sobre su estética visual, que tampoco queda a la zaga.

Slater (Rory Cochrane) saca partido a la clase de Taller de Artesanía ayudando a un compañero a elaborar un bong natural y respetuoso con el medio ambiente. Me pregunto por qué nunca se les ocurriría a mis colegas en el Insti…

Pero por mucho que la distribuidora se empeñara en venderla como tal (y que resulte efectiva cuando se consume de ese modo), ésta tampoco es una típica película de fumetas. Ni el guión, ni la imagen, ni el sonido (ni mucho menos la maría y sus efectos) se encuentran en el caso que nos ocupa como objetivos de la narración, sino que apuntalan una construcción cinematográfica con un propósito diferente: el análisis, mediante el arte, de una época de la vida del director y las reglas que la rigieron. Es imposible que, mientras se disfruta de la película, no se haga presente que Linklater está hablando de su propia adolescencia. El detalle con el que dibuja la jerga, los rituales y las personalidades de los diferentes personajes es fruto tanto del amor por sus propias experiencias, como del deseo de construir cierta sabiduría acerca de lo que en su momento le debió parecer mareante y confuso (como a todos los adolescentes, por otra parte, y de ahí lo adecuado del zeppeliniano título).

En cuanto se inicia la acción, nos adentramos en un mundo que se nos hace comprensible de inmediato: el de los estudiantes que terminan el penúltimo curso de secundaria. Hay fumetas como Slater, Pickford (Shane Andrews) o Michelle (Milla Jovovich), que se dedican a saltarse clases canuto en mano. También difusos grupos de chicas, menos dadas al pandillismo y más a las delicadas diferencias individuales. Hay deportistas a los que les cuesta administrar su hipersexual masculinidad, y también un trío de intelectuales (interpretados por Goldberg, Rapp y Ribisi) cuya tendencia a los excesos reflexivos y la neurosis filosofante nos regala alguno de los mejores diálogos de la película, y que a mi me resultan especialmente simpáticos por motivos evidentes. Aún así, las relaciones entre los individuos son fluidas y realistas, y los grupos sociales no son esquemas estancos como en muchas otras películas adolescentes, a pesar de su evidente existencia y de la influencia que ejercen sobre la convivencia en el instituto.

Moviéndose entre todas esas pandillas, sin decantarse por ninguna, está Randall Floyd, apodado Pink (Jason London). Quarterback del equipo de fútbol americano, alterna sin problema con porreros y empollones, oponiéndose a cualquier mal rollo. Esta actitud razonable le llevará a tener fricciones con el entrenador del equipo, que impone una disciplina conservadora y agresiva, y es más amigo de lo rígido que de lo flexible. El entrenador pretende que sus atletas firmen un documento mediante el que se comprometen a no contribuir al declive de su forma física entregándose al alcohol y las drogas durante el verano. Por supuesto, todos los compañeros de Pink firman, considerándolo un mero trámite, aunque muchos de ellos son bastante más afectos que él a la maría o la cerveza. El chaval decide, en principio, rechazar la hipocresía, y tira la represiva cuartilla a la basura. El conflicto que así se abre entre su deseo de libertad y las expectativas que han sido arrojadas sobre él será uno de las dos principales articulaciones de la acción de la película.

Tony (Rapp), Mike (Goldberg) y Cynthia (Ribisi) analizan el controvertido documento que el entrenador le extendió a Pink, que no dudan en considerar una manifestación de “neomacartismo”.

El otro corresponde con el estudio de las violentas novatadas a las que se somete a los alumnos que acaban la junior high (hasta los 14/15 años) por parte de los estudiantes que se preparan para entrar en el último curso de la high school. Los chicos suelen ser sometidos a castigos físicos y las chicas a humillaciones públicas que tienen que ver con su apariencia externa. El aspecto ritual de estas iniciaciones da lugar a escenas perversamente bellas, como aquélla en la que las niñas son cubiertas de diversos aderezos culinarios por las mayores al ritmo socarrón del “Why can’t we be friends?” de War.

El joven Mitch (Wiley Wiggins) es sujeto de una de las azotainas más espectaculares del día de fin de curso. Por suerte, Pink se apiada de Mitch al ver en él un reflejo de sus propias experiencias y decide servirle de guía al ocio nocturno, poniendo de manifiesto que las novatadas no funcionan solamente como abuso y creación de jerarquías, sino que sirven también para facilitar la creación de una continuidad relacional entre los diversos cursos. El enfrentamiento que las caracteriza acaba convertido, para la mayor parte de los participantes, en poco más que una farsa didáctica, aunque no faltará quien se tome el deporte de humillar a niños indefensos como una cuestión de honor.

¿Por qué no podemos ser colegas? Los conflictos de la adolescencia adquieren un papel central en Dazed and Confused.

Los conflictos y el deseo son los motivos principales de de una trama que, a pesar de vertebrarse en torno a Pink y Mitch, no deja en ningún momento de ser un esfuerzo coral repleto de personajes con objetivos y desafíos propios. Las diferentes autoridades (la difusa y consuetudinaria impuesta por las novatadas; la estética, que conduce a las chicas a someterse a tortura para enfundarse en vaqueros estrechísimos; la material de padres, profesores y propiedad privada) acaban chocando con los deseos de los adolescentes por vivir intensamente. La mayor parte sólo quieren sexo, reconocimiento, afecto y drogas: una liberación necesaria tras un año de estudio ingrato.

Precisamente, la principal fortaleza de esta película es que no se arredra a la hora de pintar un retrato fidedigno de una edad normalmente consumida, tanto en el arte como en otras modalidades de discurso, por el prejuicio, el tabú y la simplificación. Los apetitos de estos adolescentes fluyen de manera natural ante la cámara, sin que se perciba ni la moralina ni esa especie de distancia y gravedad documentalista que suelen estropear los pocos productos que no se atreven a tratar la mal llamada “rebeldía adolescente”. En ese aspecto, Dazed and Confused es superior a su inspiración más clara, la American Graffiti de George Lucas (1973) que, siendo también excelente, es mucho menos atrevida en su análisis de las diversas personalidades juveniles que la protagonizan.

A pesar del asunto de las novatadas, que no puedo evitar ver como una especie de costumbre primitiva, me sorprende la cantidad de similitudes existentes entre las experiencias narradas en el film y las que yo atravesé durante mi propia adolescencia. Aun con la separación espacial y temporal, el tratamiento de los procesos formativos de la juventud por parte del film tiene algo capaz de hablarle a nuestro tiempo, una cierta fidelidad descriptiva al hecho de crecer que trasciende las circunstancias históricas.

Viendo la dignidad que se le otorga a la vida de instituto en esta película, surge una pregunta: ¿cómo es posible que tan pocos productos culturales hayan conseguido plasmar de manera tan fehaciente los pormenores sociológicos de la adolescencia, especialmente teniendo en cuenta la abundancia de basuras destinadas a la propia sección demográfica juvenil? Quizá la respuesta se encuentre, precisamente, en la segmentación de mercados y la necesidad de que la adolescencia siga apartada, componiendo un nicho de consumidores a los que otorgar modelos de comportamiento basados en estereotipos fácilmente comprensibles, que articulen sus deseos de un modo que se pueda someter a control de manera sencilla.

El hecho de que la señal indique que el consumo de alcohol por menores de edad está prohibido no impide que estos locos, locos muchachotes envíen al jovencito Mitch en busca de unas birras.

Pero más allá de estas consideraciones, que muy rápidamente se pueden deslizar al terreno de la paranoia y un idealista e injusto desprecio de todo comercio, baste con afirmar que la consideración de la adolescencia como una grey en la que las diferentes individualidades se diluyen en modas, maneras y deseos tan irracionales como uniformes me produce auténtico horror, ya que priva de humanidad y consideración a un amplio grupo de edad, enmascarando de manera eficaz aquéllo que de nuestro ser adolescente permanece en la edad adulta. Linklater combate aquí esa visión del mejor de los modos: con contraejemplos creíbles. Como dijimos, cada uno de sus personajes es un ser humano completo, aquejado de carencias particulares que raramente coinciden con las de sus pares, y cuyo alcance es mucho mayor que el de los amores simplistas que suelen edulcorar nuestras pantallas.

En comparación con otras obras del director, se puede decir que Dazed and Confused carece del nervio experimental (a mi entender, excesivo) que alienta Slacker o Waking Life, pero tampoco cae en el sentimentalismo al que por momentos se asoma School of Rock, su gran triunfo en taquilla. En el aspecto técnico me parece una cinta natural: no posee ningún aspecto especialmente llamativo por su originalidad o virtuosismo, pero tampoco defectos notables. Todo fluye como es debido para pintar el retrato de un doble tiempo, vital e histórico.

Termino con la anunciada nota para la banda sonora: su grandeza radica en que a pesar de estar conformada por grandes éxitos de la época nunca acaba de sonar estereotipada, y le regala a la acción muy buenos momentos musicales al tiempo que presenta una panorámica elocuente de la cultura juvenil del momento. War, Foghat, Black Sabbath, Alice Cooper o Deep Purple son algunos de los grupos que acompañan a unos chavales cualquiera a los que les toca descubrir la vida en una época excepcional. Quizá como todas.

Dimas Fernández Otero

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