Seguimos con la presentación de cine independiente, de aquellas películas que hay que descubrir o recuperar realizadas en los últimos años. Hoy hablaremos de The Rider (2017, Chloé Zhao), una cinta muy representativa de lo que es este tipo de cine: desde un presupuesto paupérrimo (el equipo se hacía la comida para ahorrar) a actores no profesionales que se interpretan a sí mismos, dentro de una historia mínima pero profundamente humana. Salvando distancias, el método seguido por la directora recuerda un poco al de Isaki Lacuesta en Entre dos aguas (2018), la mezcla entre lo que es realidad y lo que es ficción es tan tenue que al final no se distingue.
La película comienza con el protagonista, Brady Jandreau, (as himself que dirían los ingleses) quitándose las grapas de una herida después de haberse escapado del hospital. El ambiente es desolador: una casa en el medio oeste americano en el que se respira polvo desde la primera escena. Poco a poco nos vamos enterando de la historia. Brady es un jinete profesional, toda su vida gira alrededor de los caballos y los rodeos. Su realidad es bastante deprimente: vive con su padre, alcohólico, y su hermana, una disminuida psíquica, en el típico remolque-vivienda americano. Su única diversión en un pueblucho de mala muerte de Dakota del Sur es quedar con sus amigos para beber. Lo que le hace ir hacia delante es su trabajo con los caballos, la conexión que mantiene con éstos. Además, claro está, de los rodeos, donde se le considera una pequeña celebridad.
Todo se tuerce con un accidente durante un rodeo cuando un caballo le patea la cabeza, de ahí la escena inicial donde se cura la herida. No sabemos la gravedad de la lesión; de hecho, Brady confía en recuperarse totalmente y, aunque tal vez no pueda volver a participar en rodeos, mantiene la ilusión de que sí podrá seguir entrenando caballos. No obstante, la realidad es mucho más dura. Ya se nos avisa de que la lesión puede ser mucho más importante de lo que parece y, además, la familia afronta dificultades financieras que hacen que sea necesario vender el caballo de Brady para evitar que los echen de la casa y que el protagonista tenga que trabajar en un supermercado para ir tirando. Sumemos a todo esto la figura de un padre alcohólico además de ludópata y la de un amigo, Lane Scott, que quedo tetrapléjico también en un rodeo.
Asistimos al conflicto interno del protagonista ante su futuro: el intento de volver a montar le provoca un nuevo ingreso en el hospital y el aviso de que puede tener un mal final. Por una parte, ve como uno de sus amigos quiere seguir sus pasos (y la rabia que esto le provoca por no poder hacerlo él) y por otra, el estado en el que está Lane hace que tenga que tomar una decisión final sobre volver a montar o no (no haré spoiler). Cabe destacar escenas como la de los niños del supermercado pidiendo un autógrafo, las conversaciones con su hermano o la del sacrificio del caballo; que te acercan a la personalidad y al estado psicológico de Brady.
En mi opinión, esta película tiene un plus de interés adicional desde el punto de vista cinéfilo: lo que era el escenario de los westerns clásicos (y crepusculares) se ha convertido en un territorio de perdedores; ya no hay héroes y villanos. Indios y cowboys conviven en un mundo en decadencia. Brady se convierte en descendiente directo de los cowboys del oeste y muestra viviente de como malviven en el mundo actual. Imaginémonos una película de John Ford y veamos que ha pasado en esos paisajes casi siglo y medio después, un Regreso al futuro con John Wayne de protagonista.
Chloé Zao, directora inglesa de ascendencia china, logra desarrollar con una gran dosis de sensibilidad una historia que podríamos calificar de neorrealista (a lo Rossellini) pero que, a pesar de lo deprimente de la propuesta, deja muy buen sabor de boca. Es muy interesante comprobar como con actores no profesionales que recrean parte de su vida y un mínimo equipo se puede hacer una buena película. En definitiva, el concepto de lo que es cine indie.