En 2015, 84 años después de su muerte en un accidente de coche, la tumba de Fiedrich Wilhem Murnau fue profanada. Algún morboso asaltante decidió llevarse el cráneo del legendario director de «Nosferatu» para vaya usted a saber qué fines. El director del cementerio comentaba: «Abrí la sepultura con un mal presentimiento y después constaté de inmediato que se habían llevado la cabeza». Esto no haría más que incrementar la leyenda negra que ya pesaba sobre la cinta de 1922.
Después de la primera guerra mundial, conflicto del que consiguió escapar con vida pese a haber sufrido varios accidentes como piloto, Murnau decidió meterse de lleno en la poderosísima industria del cine alemán. A su lado estaría, completando el tándem artístico, Albert Grau: productor, ideólogo, director de arte, publicista y, además, interesado en el ocultismo. De hecho, siempre se dijo que «Nosferatu» jamás sería lo que es sin este último, dado que fue realmente el verdadero hombre orquesta de esta historia. Incluso por encima de Murnau.
«Nosferatu» cuenta la historia de Hutter, un joven agente inmobiliario, y su mujer Ellen. Desde un principio se nos muestra la felicidad de ambos y, sobre todo, la fragilidad y pureza de ella. Por ejemplo: él le regala un ramo de flores y ella se echa a llorar porque las ha «matado». El jefe de Hutter le dice que debe irse a la mansión del conde Orlock para cerrar una venta. Hutter tendrá que venderle la casa abandonada que hay justo enfrente de la suya. Y ahí ya el espectador se va dando cuenta de que se está gestando la tragedia. El jefe de Hutter,de nombre Knock, trama algo. Como suele ocurrir en el cine mudo, todo nos lo dan bien mascado. La cara de este personaje, nada agradable, sus gestos y su afán en manosear un documento cargado de símbolos demoníacos hace presagiar que algo horrible va a ocurrir.
Todavía recuerdo el impacto que me causó leer «Drácula» cuando contaba con solo 12 años. Las apariciones durante la lectura de aquel ser no-vivo/no-muerto me hacían estremecer de puro terror. A la hora de dormir, me tapaba la cabeza con las sábanas intentando enfocar el pensamiento en cosas mundanas, pero nunca lo conseguía. Se trataba de un señor elegante, aparentemente «normal», pero en realidad ávido de sangre que además poseía una suerte de magnetismo que le facilitaba embaucar a sus víctimas. Esa criatura me fascinaba. Entiendo por ello que Murnau decidiese plasmar en imágenes el resultado de su lectura.
Es fascinante lo que consigue el equipo en una época con tan poco presupuesto y grandes limitaciones. Estamos hablando de una película rodada con una sola cámara, con exteriores… imaginemos el trabajo que eso conlleva. Hoy en día grabar una escena de noche no supondría ningún problema, pero entonces sí. Por este motivo, toda la cinta está grabada de día. Pero entonces, ¿cómo diferenciarla de la noche? Observamos que los planos de día llevan un filtro amarillo y los de noche uno azul. Cuando Nosferatu se muestra, Murnau juega con el blanco y el negro incluso invirtiendo ambos colores en el negativo para darle un tinte fantasmagórico. Este efecto (junto con la cámara rápida y el stop motion) se utiliza, por ejemplo, en una escena en la que el conde va con su carruaje por el bosque en dirección a la ciudad. La sensación que se consigue es de desasosiego, como de mal augurio.
La presencia del conde es cuanto menos inquietante. Nada tiene que ver con el elegante y atractivo «Drácula» de Bram Stoker al que es imposible resistirse. Albert Grau creó un ser de apariencia animalesca, con un aire a rata. Lo que tiene mucho sentido, puesto que a Nosferatu se le compara con la máxima expresión de la muerte en ese momento: la peste negra. Las ratas son sus compañeras a la hora de transmitir su ponzoña por el mundo y a la vez lo es él mismo. Nos encontramos con un personaje que intenta parecer normal pero no lo consigue en absoluto, a diferencia del vampiro de la novela. Recordemos también que Drácula se paseaba alegremente por el día sin que el sol le afectase en absoluto, mientras que Nosferatu se desintegraría con la luz del sol. Otro matiz diferenciador es que, en la versión de Marnau, el conde se refleja en los espejos.
Se dijo en su día que Max Schreck, el actor que interpretaba a Nosferatu, era realmente un vampiro. Sus rasgos hieráticos, la silueta enjuta y el hecho de que fuera un actor desconocido hicieron crecer esta leyenda hasta el punto de que se creía que realmente lo que ocurre en el film era totalmente cierto y que Murnau simplemente se limitó a retratar la historia de este ser diabólico. Existe una interesante película basada en esto mismo llamada «La sombra del vampiro». Con Willem Dafoe como Max y John Malkovich interpretando a Murnau. Durante todo el metraje se juega con la premisa de que Schreck podría ser el verdadero Nosferatu y, por lo tanto, la actriz protagonista estaría en serio peligro, así como todo el equipo de rodaje. Esta visión de película dentro de película siempre me ha atraído y en este caso es además absolutamente recomendable. No ya como película en sí, que también, sino como complemento de la original.
Volviendo a «Nosferatu», Murnau quería que la historia se alejase lo máximo de la de Bram Stoker para evitar las demandas por plagio, cosa que no consiguió. La viuda de Stoker demandó a la productora de Grau, Prana Film (prana significa sangre en sánscrito) y ganó el juicio. La empresa quebró y se ordenó la destrucción de todas las copias de la cinta. Por suerte, ésta ya se había distribuido por algunos medios extranjeros, por lo que, a la muerte de la viuda, «Nosferatu» volvió a salir a la luz tal y como la conocemos hoy en día.
En definitiva, «Nosferatu» es una historia de naturaleza, instinto y perversión. Cualquiera puede sentir lo que esta obra maestra del expresionismo alemán nos quiere hacer llegar. Tanto el director como el productor estaban convencidos de que convivimos con fuerzas ocultas a las que debemos tener respeto e incluso veneración. Dejando aparte estas cuestiones, que ya quedan al gusto del consumidor, estamos ante una de esas películas que marcarían un antes y un después en la historia del cine de terror. Un producto que debe ser degustado como lo que es: una expresión de nuestros miedos más profundos.
Patricia Llácer