Mi rostro refleja todas las caras de la estolidez y el papel continúa impasible, blanco y espeso como el semen paciente. Ambos hechos confluyen desde sus principios. El piso sujeta libros que versan sobre revoluciones y pueblos llenos de culpa; un horario absurdo, una rosa blanca seca, un reloj blando y tres fotos de seres amados penden del anaquel que parte en dos franjas el horizonte de la pared, donde termina todo. Ni motivos, ni métodos, ni mentiras por doquier.
Se ha vuelto timorato el bolígrafo azul, abusado por su falsa humildad. Chilla si le mando tocar cuatro tripas para hacer un riñón; el chico se revela, se pone a vomitar oxímoron involuntarios (de los que no valen) y solecismos como castillos. Entonces, empiezo a preguntarme que estará ocurriendo; creo percatarme de que para no brindar meras cuitas sobre cuatro paredes sólo hay que orinar talento: simplemente, sería necesario sentir más para escribir mejor.
Si te percatas de ello, y te atreves, sales a la calle, te emborrachas, robas los bolsos a unas chicas despistadas, sigues bebiendo con las ganancias, rompes un vidrio en la cabeza de un desconocido de buen aspecto, y vuelves a casa llorando y lloviendo, sin ganas ni ventajas para apuntar cuatro impresiones rupestres.
Al día siguiente te levantas, cumples las necesidades básicas y vuelves a intentarlo. Pero nada nuevo sobre el folio; escuchas un ruido, te levantas y abres la puerta para, sin saberlo, dejar paso, a los caballos que tiran alegres de la diligencia con ella a bordo. Llega y se siente en su hueco, tú le sirves café. A partir de ahí todos los días se convierten en sábados sucios de primavera. Los sábados sucios de primavera son – creo saberlo -, el castigo de algún dios arcaico ante la certeza de su olvido en este tiempo del estrés y el instante (M. König, reputado erudito austríaco, sostuvo, en sus tesis publicadas en 1956, que podría tratarse de la casi anónima divinidad Lal – Tamel, presumiblemente atribuida al panteón sumerio).
En esos días, el pensamiento se transforma en un parlamento sin mayorías, débil, fragmentario e infectado por radicalismos pueriles y tentativas secesionistas. Por sus nervaduras trotan, con su habitual disciplina, hampas de filisteos, gritando germanías, jugando conmigo a la guerra de guerrillas, intentando a la mínima la vieja táctica de la tierra quemada. Su ideología desidiosa carece de mayor legitimación que un par de décadas de historia, y, tal vez, cuenten entre sus filas con la presencia de algún miembro condecorado con méritos por victorias en batallas pasadas.
Por suerte, el día menos sospechado, amanece de nuevo: la conciencia baja de la atalaya abrazada aún a la voluntad, amalgama de la mente, imprescindible para extraer el oro de las horas y capaz de debelar a fuerza de armas a esa caterva de miserables. Las derrota no sin esfuerzo; abandonan sus reductos y se van hasta nuevo aviso. Así, puedes volver a escribir cosas que, hasta pasados unos días, te resultan tolerables.
Álvaro Romero Lago