Título: Inherent Vice
Director: Paul Thomas Anderson
Año: 2014
Guión: Paul Thomas Anderson (novela original de Thomas Pynchon)
Reparto: Joaquin Phoenix, Josh Brolin, Katherine Waterston, Owen Wilson, Reese Witherspoon, Benicio del Toro, Joanna Newsom
Música: Johnny Greenwood
Fotografía: Robert Elswit
País: Estados Unidos
Metraje: 148 minutos
Paul Thomas Anderson, uno de los “respetables” más jóvenes de Hollywood, presentó en 2014 algo que se tenía por imposible: la adaptación cinematográfica de una novela de Thomas Pynchon. Inherent Vice es un caótico retrato de la California psicodélica, en el que los ecos negros del crimen y el dinero conviven con los aromas coloridos y penetrantes de la marihuana, el pachuli y el sudor.
Doc Sportello (Phoenix) es detective privado y hippy californiano. Desde su destartalado apartamento en la playa, compagina como puede sus tendencias antiautoritarias con trabajos que incluyen encargarse de los trapos sucios de la Policía de Los Angeles, o rescatar damiselas huidas para evitar que caigan en lo que sus respetables familias perciben como un intolerable clima de disolución moral. Al fin y al cabo, la disolución moral no es gratis (al menos en lo concerniente a las pizzas, la cerveza y los porros), y su evidente conocimiento sobre el modo de vida melenudo lo hace idóneo para trabajos en los que otros sabuesos menos pulgosos tendrían sin duda menor fortuna.
Sin embargo, la relativa tranquilidad de la que Doc disfruta se verá interrumpida por el inesperado retorno de su ex, Shasta (Waterston), que lo arrojará a una intrincada serie de conspiraciones que incluyen a su actual amante (el polémico magnate inmobiliario Mickey Wolfmann), su mujer, un cargamento de heroína, prostitutas, dentistas, muertos resucitados, el FBI y diversas especies de neonazis.
Sus investigaciones lo conducirán a multitud de encontronazos con el inspector de policía Christian Bjornsen (Brolin), apodado Bigfoot tanto por su talla como por sus maneras. Bigfoot es un complemento perfecto para Doc: sarcástico, conservador y generoso en el ejercicio de la violencia. El policía intenta hacerse un nombre en el Departamento y en la pantalla, disfrutando de las cámaras que persiguen sus investigaciones tanto como de las que capturan sus interpretaciones como secundario en series y anuncios. Se intuye que el dúo cómico conformado por Doc y Bigfoot debe ser fruto de deleite para el resto de policías. Sus actuaciones, que giran en torno a los arrebatos de violencia de Bigfoot y la canábica pachorra de Sportello, ofrecen algunos de los momentos más memorables de la película.
Por suerte, Doc cuenta con Sauncho Smilax (del Toro) para defenderlo. Abogado especialista en derecho marítimo, este Sauncho sueña con goletas en lugar de ínsulas: su conocimiento enciclopédico sobre ciertas naves que surcan el océano recuerda la ilusión de un adolescente que desea hacerse a la mar, y le resultará de gran valor a Sportello cuando los indicios de sus investigaciones comiencen a perderse entre las brumas del Pacífico.
No es la primera vez que Anderson adapta una obra literaria: There Will Be Blood le granjeó enorme éxito de crítica y público e hizo célebre su carácter como director, seco y grave como el nacimiento de una tormenta de verano. En este caso, su voz encaja a la perfección con las playas y los descampados californianos en los que se localiza la acción, y refleja las apariciones pertinaces del océano y la paranoia, cuyas espesas presencias se benefician del estilo de Anderson. El contraste entre el humor de las situaciones y el diálogo y la gravedad con que se plasman resulta chocante al principio: Inherent Vice no tiene el tono ligero de la mayor parte de comedias, pero una vez que la percepción se acostumbra al contraste, enseguida hay que darle la bienvenida a la carcajada.
Otro elemento que puede pillar desprevenido al espectador es la increíble densidad de la trama, repleta de personajes nebulosamente relacionados y primorosamente dirigidos que aparecen durante unos minutos y nos abandonan sin que podamos evitarlo.
A pesar de dejarnos descolocados, esta manera de presentarnos los hechos tiene la enorme virtud de ponernos en los zapatos de Doc, cuyo control de las situaciones a las que se enfrenta es siempre bajo, y cuyo estado natural es simplemente sobrevivir, instalado en la eterna conjetura. Anderson hace que la adaptación resista la pérdida de la voz narradora y que, mirando a través de la cámara, nos sintamos integrados en la acción: la mayor parte del tiempo la pasamos afectados por un caso grave de paranoia fumeta, aunque de vez en cuando destellan ante nosotros raros momentos de claridad en que encontramos claves para avanzar en el caso. Sea por humos o por luces, siempre estamos al borde de la carcajada y un tanto intranquilos, porque nunca se sabe quién puede estar observando.
Uno de los grandes triunfos de esta adaptación es la selección de su elenco y su caracterización: Phoenix y Brolin son un dúo inolvidable, y sus interacciones son fidedignas al espíritu del libro. El papel de Joanna Newsom como la mística Sortilège es breve pero maravilloso: su narración casi omnisciente y sus desplazamientos a través de realidades inaccesibles para el espectador (y para Doc) envuelve al protagonista en la túnica de Orfeo mientras atraviesa el inframundo de California. Por supuesto, no están ni todas las situaciones ni todos los personajes de la novela, pero Anderson ha sabido seleccionar lo esencial. Es cierto que se echan de menos algunos chistes, pero analizando el guión y el metraje se comprende perfectamente la necesidad de suprimirlos.
La complejidad de los personajes está también muy lograda. Aparecen recubiertos de un halo de tragicomedia acentuada por el carácter extemporáneo que se les intuye. Por ejemplo, podemos pensar que Sportello quizá hubiese querido ser policía y, viendo sus expectativas frustradas por la incompatibilidad de su ideología y los cuerpos de seguridad, adoptase su máscara sui generis de huelebraguetas hippy. Sin embargo, tras el fracaso de Mayo del 68 y los asesinatos de la Familia Manson, en una época de casi constantes sobredosis, incluso sus valores más arraigados están siendo dejados atrás por el Tiempo, que empieza a fluir hacia las aguas tenebrosas de hoy en día. Quizá Bigfoot, a pesar de sus reminiscencias reaganianas, está poseído por ambiciones y rasgos de carácter que encajan más en la California de la Dalia Negra que en la de los primeros setenta, cuando el American way of life ya había sido sepultado bajo los huesos de sus esqueletos en el armario. Queda al arbitrio del espectador concluir si su conservadurismo encontraría alguna vez el triunfo que esperaba (quizá en los 80), o si habrá sido dejado al margen por idealista.
Como todas las novelas de Pynchon, el final de Inherent Vice arroja a sus protagonistas a un mundo vasto y desconocido, en el que han tomado consciencia de fuerzas muy poderosas operando más allá de su control. De la deflagración de las viejas utopías queda para ellos la metralla, privada y desengañada, del amor y de la amistad; rebeliones a pequeña escala en las que jugarse la vida.
No hace mucho tiempo, cierto erudito furioso se asomó por encima de sus redondos anteojos para afirmar que la policía había traficado con heroína para aplastar la rebeldía del pueblo: sus opiniones no tardaron en arrojarlo a ese oprobio mediático al que últimamente estamos tan habituados. Paul Thomas Anderson y Pynchon hacen más o menos lo mismo, pero donde Monedero se hundía a causa de la gravedad de su discurso estos dos vuelan, humeando y riendo como duendes de dibujos animados. Esta diferencia vale un mundo: si presentas tu conspiranoia de manera brutal y seca, corres el riesgo de que escépticos y leales al régimen se unan contra ti y tu seriedad. Si, por contra, eres el primero en reírte, ofrecerás al mundo una mano tendida en la que deslizar disimuladamente la semilla de la reflexión.
Pero la socarronería de Inherent Vice está también muy alejada de la eterna ironía propia de muchos de los mal llamados posmodernos: aquí, la burla parte de un sincero cariño a los sueños de los sesenta, que dejan bajo los escombros de la realidad burlada el marrón pan de azúcar de la risa, del que los más o menos amargados arañamos pedazos con los que endulzar el panorama. Quizá ver esta película sea buena metáfora de la vida: nos descolocamos, nos colocamos y volvemos a empezar, un poco más desengañados y más fuertes.
Dimas Fernández Otero