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Cold Fish

Cineuropa 2011, capítulo 2: La fría boca del Enemigo (una reseña de Cold Fish)

(Entrada anterior)

 

Título: Cold Fish (Tsumetai nettaigyo)

Director: Sion Sono

Año: 2010

Guión: Sion Sono,  Yoshiki Takahashi

Música: Yasuhiro Morinaga

Reparto: Mitsuru Fukikoshi, Denden, Asuka Kurosawa, Megumi Kagurazaka

País: Japón

 

Los baños estaban en el piso de arriba, junto a un salón que en algún tiempo había sido la cafetería del teatro. Sus rasgos burgueses se suponían diseñados para damas y caballeros de armiño, monóculo, vals vienés y, por supuesto, completamente despojados de aparato excretor: un simpatiquísimo contexto para ver como nos agolpábamos a las puertas de los aseos, aguantando a duras penas el resultado de la explotación a la que habíamos sometido a los riñones. A algunos el sistema nos demandaba nicotina, y mientras todavía esperábamos para mear ya escuchábamos como empezaba la segunda película de Sion Sono. Enseguida comprendí que ésta era una de las técnicas de tortura más sofisticadas empleadas por el Enemigo, y que debíamos hacer lo posible por evitar que hiriese nuestra mente.

 

Salí corriendo a fumar. Lloviznaba con sutil crueldad, como suele hacerlo en Santiago. Me fijé en quienes aún estaban fuera, y reconocí muchas caras atractivas de aquéllas que me habían impresionado durante el festival emitiendo comentarios torpes y  grandilocuentes. Ni las caras se me hicieron ya divinas ni los comentarios me causaron envidia o risa. Culpé a la noche. En aquel universo sobresaturado que habíamos arrebatado al sueño, todos éramos iguales: ¿qué razón había ya para el deseo o para la burla, qué razón para el escalofrío?

 

Un tremendo griterío me obligó a apartar mi atención de la chica que me había llevado a aquellas reflexiones. Bajo uno de los arcos que daban entrada al vestíbulo cuatro estudiantes desastrados se protegían de la lluvia mientras un quinto, con gorra de plato y calado hasta los huesos, les distribuía pastillas de cafeína y los instruía con modales legionarios:

 

—¡Usted, cabo Piñeiro, tómese ya su dosis! Dada su amplia talla, su lento metabolismo y los cálculos que ha realizado el sargento Gutiérrez, es el momento óptimo para que la progresiva liberación de la molécula le permita obtener una vigilia constante. Sargento Gutiérrez, oh, químico excelente, tome la suya. Y ustedes dos, los reclutillas: tiempo al tiempo, si no estuviesen tan esmirriados les permitiría disfrutar del subidón antes de la siguiente película, pero lo óptimo es que aguarden. Quizá deberían considerar una dieta más rica en grasas como preparación para el año que viene. ¡Qué coño, es una orden! Coman una de mis bolsas de palomitas con mantequilla cada uno, no se demoren en empezar su ceba. Ya que su demacración no los hace atractivos ni ágiles atrévanse a ser, por lo menos, gordos y felices.

Aquel teniente, de felicidad dudosa pero grosor indudable, ingirió entonces dos pastillas, ayudándose de un largo trago a una petaca que sacó de alguno de los muchos bolsillos de su chaleco de camuflaje.

 

Las chicas culturetas agarraron del brazo a los soldados y de esa guisa marcharon hacia el interior del teatro, cantando en voz baja pero en perfecta armonía letras soeces con melodía de pasodoble gallego. «La rutina de costumbre», pensé, y me quedé solo ante la lluvia. Fijándome en el empedrado me encontré a una chica alternativa, que pasaba con sus padres por delante del teatro, volviendo excepcionalmente tarde de su cena semanal fuera de casa. Me devolvió la mirada, que sostuvo con insistencia, añadiéndole una curiosidad que, desde lejos, me pareció deseo.

 

«Te aseguro, rapaza —pensé, mientras elevaba mis ojeras como podía en gesto de sorpresa— que tus extrañas inclinaciones refuerzan mi autoestima.»

Distraído por la aparición, me fumé el filtro hasta quemarme los dedos. Concluí que aquello había sido una alucinación causada por las vengativas travesuras de alguno de los villanos de caricatura que habitaban mi subconsciente, espoleado quizá por el asalto psíquico del Maratón. Mientras buscaba sentido a mis visiones, mis obsesiones se esforzaban por acusarme de viejo y de verde sin haber cumplido aún los veinte: de nuevo, la rutina de costumbre. Me sentí como un trago de whisky sobre la lengua de un militar y volví de nuevo a caer en el escalofrío, mientras me empujaba entre butacas hasta el estómago de la escena.

 

Cold fish. Shamoto (Mitsuru Fukikoshi) es propietario, junto a su mujer Taeko (Megumi Kagurazaka), de una pequeña tienda de peces exóticos al borde de la autopista. Sus días trascurren entre la monotonía del trabajo y excursiones fantásticas al espacio exterior, donde se encierra en descripciones astronómicas y visiones lejanas de una Tierra que, vista de cerca, ha perdido para él todo encanto. Sin el Sol de la comunicación, su familia ha crecido torcida y débil: su hija adolescente (Hikari Kajiwara) odia a su mujer, que no es su madre, y se rebela contra la autoridad de un padre al que el silencio hace ausente.

Pobre Shamoto. Sus ambiciones nunca fueron más allá de tener una familia usual para no estar splo en el planetario, y hasta eso se le escapa.

El infeliz patriarca recibe el aviso de que su hija ha sido encontrada robando en un supermercado, pero en cuanto llega al lugar del delito se encuentra con que el señor Murata (Denden), que cazó a su hija en el momento del hurto, se muestra comprensivo con la joven e intercede por ella ante el gerente, que finalmente renuncia a denunciarla. El sonriente y amable caballero resulta ser propietario de la mayor tienda de peces tropicales de la prefectura, a la que invita inmediatamente a la familia. El establecimiento es impresionante, y su bonanza permite a Murata llevar una vida relajada y colmada de lujos. No contento con haber «rescatado» a la hija de Shamoto, le ofrece un trabajo en su tienda e invita a su padre, aprovechando su común dedicación, a que vaya a visitarlo pronto para hablar de negocios.

El protagonista se da cuenta enseguida de que algo se esconde tras la perfecta vida de Murata. El empresario se comunica mezclando familiaridad excesiva, chistes de cabaret y eslóganes de autoayuda, mientras deja su tienda en manos de un batallón de atractivas adolescentes de pantalón cortísimo y mirada oscura, entre las que la hija de Shamoto pronto se encuentra como pez en el agua. Según Murata, las chicas proceden de familias con problemas, y la oportunidad que les ofrece es el filantrópico inicio de la obra social de la empresa. El aprensivo Shamoto sospecha, pero su mujer y su hija han sido ya seducidas por las promesas de riqueza y libertad que les ofrece el pez gordo. Shamoto no tiene entonces más remedio que sentarse en el regazo de su gigantesco competidor, aunque preferiría volver a casa a refugiarse de nuevo en el útero negro del espacio infinito.

Denden y su histriónico Murata se merecen pasar a la historia del cine de terror.

Una vez que consigue, por fin, ponerse a «hablar de negocios», Murata no tiene problema alguno en sacarse la careta: el empresario, ayudado por su abogado y su mujer, le suministra veneno mortal a un inversor delante de un Shamoto paralizado por el pánico. Con el dinero del inversor en sus manos, ya sólo queda deshacerse del cuerpo.

 

Murata y su mujer se llevan a Shamoto a una capilla perdida en la espesura, donde harán «invisible» a la desafortunada víctima después de deleitarse jugando con los restos de aquella carnicería humana. Murata le revela a nuestro protagonista detalles traumáticos de su biografía, en un relato en el que la sinceridad y la farsa dejan de distinguirse. Qué más da ya disimular; en el plan de Murata lo único que importa ahora es mantener a Shamoto amansado por el horror, y no hay nada más terrorífico que comprobar cómo cada una de las intervenciones de aquel aparente arquetipo de la campechanía ha sido un cuidadoso cálculo para hacerlo parte de un juego terrible. La celada carismática del empresario y la facilidad con la que ha añadido a una familia entera a su sonriente maquinaria del mal son sin duda lo más terrorífico de la película, por encima de las cuchilladas y los desmembramientos, que muchas veces caen del lado de la comedia grotesca.

Adivinen quién forma parte de este tríptico mafioso contra su propia voluntad.

Con su hija en manos del enemigo, y sabiendo que la seguridad de su mujer y su tienda dependen de su silencio, Shamoto está atrapado en el papel de cómplice: lo que queda del metraje lo pasará intentando sobrevivir al horror. Lo que pudo haber sido una simple transposición a la pantalla del viejo refrán «el pez grande se come al chico» se transformó, en manos de Sion Sono, en algo abisal: en Cold Fish se investigan las razones de por qué algunos peces se equivocan al juzgar su tamaño, y de por qué otros, voluntaria o involuntariamente, nadan por si mismos hasta las fauces de sus depredadores.

El público había reaccionado con un fervor especial durante esta proyección. Cada muerte sangrienta y cada acto sexual eran motivo de festejos exagerados. Esta vez, yo mismo me descubrí uniéndome a los coros: me había sido imposible reprimirme. ¿Qué quería decir aquéllo? En todo caso, ahora sí: estábamos bajo el hechizo de Sion Sono. Esta vez no me demoré: me precipité hacia la salida en cuanto aparecieron los créditos finales, con el cigarro y el mechero en la mano.

Cristo y Japón, tema tan fértil como confundente.

Dimas Fernández Otero

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