La primera vez que asistí al Cineuropa supuso mi iniciación al cine de Sion Sono: su Trilogía del Odio fue el núcleo del Maratón de aquel año, y dejó una impronta profunda sobre mi manera de ver el cine. En esta serie de artículos procuraré acercaros a aquella sádica proyección y su insólito contexto.
Esperaba junto a mis amigos frente a la taquilla del Teatro Principal. Era mi primera vez en un festival de cine. Al principio me llamaron la atención sus disfraces unisex de Holden Caulfield: un desorden calculado en el vestir y una desgana cuidadosamente diseñada que, en ocasiones, afectaba incluso a sus expresiones faciales. Después, las palabras mágicas que les escuchaba pronunciar con ligereza: apellidos polacos, elencos recitados de memoria, referencias pedantes a la fotografía Todo aquello me intimidaba: me hacía sentir como un siervo ante una corte incomprensible, a cuyos miembros admiraba y odiaba al mismo tiempo. Algunas de aquellas chicas, quizá por la tendencia a la idealización que acompaña siempre al hecho de sentirse plebeyo, me parecían bellísimas: desesperadamente salido, aquel noviembre de 2011 creí enamorarme de una cultureta diferente en cada cola.
Además de amor idiota, mis coetáneos modernos me producían ganas de burlarme: sus grandilocuentes juicios hacían que algo dentro de mi se retorciese con malicia. Era un sentimiento curioso, especialmente viniendo de alguien que, como no extrañará a nadie, tuvo que hacer frente a acusaciones de pedantería en más de una ocasión. Hoy le echo la culpa de aquellas emociones a una contradictoria mezcla de inferioridad y orgullo intolerante: sintiéndome desprotegido frente a sus torres, mi reacción era intentar derribarlos mediante el escarnio o, al menos, protegerme de los dardos que imaginaba me arrojaban. Como es complicado burlarse de lo que uno ama, aunque sea de manera superficial, solía callar y dejarme herir por sus flechas. Después, sacaba mis entradas y allá iba: un estudiante de segundo de Filosofía, suspicaz y peludo, que arrastraba lengua y lujuria de sala en sala y de público en público, con los ojos dibujando arcoiris y extendidos como telescopios.
Mis amistades, mi rastro de caracol y yo nos encontramos con documentales de más allá del Telón de Acero; con exploraciones alemanas del incesto, guionizadas como porno malo e interpretadas como telenovelas; con inverosímiles adaptaciones de obras clásicas a los tiempos modernos; con cámaras de orientación social y pesado morbo clasista adentrándose en los vertederos de la favela. Aquí era más difícil reprimir la carcajada: aquellas películas eran timos gigantescos, o al menos lo parecían. El miedo era la única causa de que intentásemos ocultar nuestra burla: podía ser que, al escucharnos reír, la Noble Modernidad nos tomase por campesinos reaccionarios, por nihilistas activos o incluso, Dios no lo quisiera, por situacionistas a la deriva. Además, cabía también la posibilidad de que no estuviésemos entendiendo por completo las películas, de que fuésemos incapaces de detectar las esencias de la vida y sus sinsentidos que según los modernos latían bajo aquellas salvas al aire. La nuestra era una mezcla contradictoria de orgullo, confusión fascinada y vergüenza. Eran los rasgos capitales de la adolescencia, aunque nos creyésemos mayores.
Suerte que nos cruzamos con el Fausto de Sokurov y pudimos confraternizar con el mítico alquimista, con su homúnculo y con Mefistófeles. Todos ellos parecían poseídos por dolores análogos a mis lujurias e inferioridades, hasta el punto de que sus aventuras, a pesar de gritar «cine de autor» como las estafas precedentes, consiguieron hacer que me apease de la ironía y la sospecha: parecía que Cineuropa y yo comenzábamos a comprendernos, poco a poco y sin mirarnos aún de frente.
Por último, quedaba el Maratón, aquella culminación tremenda. Más de doce horas de proyección ininterrumpida en el Teatro Principal: un evento monstruoso a caballo entre el happening de museo, el festival de música y la crueldad de los experimentos conductistas. El programa del festival, lleno de palabras impenetrables que aparentaban haber sido escritas desde cátedras de altura estratosférica, guardaba respecto al Maratón un silencio muy sospechoso, que provocó entre nosotros gran intriga, casi terror. Tan sólo conocíamos el título: «Terapias de shock: Os reis do freak cinema». Cuando lo leímos tragamos saliva al unísono, como realizando una especie de cántico ritual para protegernos de un Enemigo que no alcanzábamos a comprender. Poco a poco, empezaron a surgir rumores: al parecer, se proyectarían tres películas de un controvertido director japonés, una de ellas centrada en torno a un joven superhéroe especialista en fotografiar adolescentes por debajo de la falda sin que se percatasen. El Enemigo parecía volverse aún más incomprensible.
Cuando llegó la gran noche, las colas ante el teatro eran impresionantes. Allí estábamos: un hermoso catálogo de lágrimas y vanidades compuesto por gafapastas, curiosos, corros de fumetas, futuras suicidas y reprimidos chillones. Yo temblaba, poseído por un sentimiento húmedo y frío, a juego con la atmósfera santiaguesa: sentía todo lo que me rodeaba como hostil, sexualmente atractivo y vagamente superior. A lo mejor, el público también formaba parte del Enemigo.
Todos cargábamos con bolsas repletas de comida: yo llevaba un atroz turrón de guindas al licor, aprovechando que era noviembre y ya abundaba la grasa navideña en los supermercados. No sé si fueron sus calorías o los latigazos que me produjo en el estómago, pero creo que el turrón ayudó a que me mantuviese despierto. Pensando precisamente en esa labor, las futuras víctimas de aquel experimento íbamos cargados de pastillas de cafeína, bebidas energéticas y casi cualquier cosa que nos ofreciese la esperanza de mantenernos en liza hasta el final.
Yo me había comprado un bálsamo maravilloso en los chinos: venía en una lata decorada con un emblema maoísta y estaba preparado según alquimia taoísta. En la tienda, la sonriente dependienta (que, cómo no, fue objeto de mis gasterópodos deseos) accedió encantada a explicarme sus virtudes. Ella misma parecía depositar enorme confianza en el preparado: de hecho, tenía una lata king size abierta a su lado. Al parecer, además de aliviar la presión de mis sienes y la tensión de mis músculos, se suponía que la sensación de frescor que el ungüento me produciría al untármelo en la frente iba a conseguir que me mantuviese en vela incluso en circunstancias extremas. Abandoné la tienda un poco enamorado y completamente convencido de los poderes de aquella parafina aromática.
Mis colegas y yo llevábamos también embutidos enteros, quizá atraídos por el encanto subversivo y exhibicionista de sacar un enorme chorizo en el tan fino Teatro Principal sólo para decapitarlo de un sonoro mordisco.
Se rompió la entrada, se nos selló el dorso de la mano y estábamos dentro. Allí, frente al lujoso escenario, ejecutamos sumarísima y ostentosamente un pobre fuet. Una vez hubimos descubierto, con gran desmayo, que ningún burgués se había epatado, el Enemigo dio comienzo al espectáculo. Primero, Carabás, un sorprendente corto de terror lovecraftiano ambientado nada menos que en A Coruña. A continuación, Attack the Block, una descripción realista de la desnortada juventud proletaria británica, que se interrumpía con la llegada de unos alienígenas peludos que se reproducían por esporas y tenían, para más inri, unos colmillos muy afilados. Ni siquiera las malvadas criaturas consiguieron disipar el tedio del suburbio londinense, así que salí a fumar a la mitad de la película y volví cuando los créditos anunciaban la siguiente, entre el rumor encantador de los comentarios del público y las latas de Monster que se abrían.
Parecía que se confirmaban las sospechas: iba a comenzar la proyección de tres películas de aquel japonés, Sion Sono, el de la célebre porquería. Por fin.
—Continuará—
Dimas Fernández Otero